Un congreso, según el diccionario, es una reunión de personas alrededor de un tema o de una actuación común, por lo tanto la concentración ciudadana del pasado martes (25-9-12) en la Carrera de San Jerónimo fue un congreso, lo mismo que las que le han continuado. Los diputados y diputadas también se reúnen en la misma calle, pero en otro congreso, el Congreso de los Diputados, denominación que incorpora una segunda parte que acota el significado de la reunión y lo centra en el lugar y en las personas que acuden a la misma.
Lo ocurrido estos días en Madrid frente al Congreso de los Diputados genera una serie de reflexiones sobre el significado de la convocatoria y sobre las consecuencias de lo ocurrido. Lo sencillo es quedarnos en el relato y cuestionar desde cualquiera de las posiciones lo sucedido, por un lado criticar a la policía por la contundencia con la que se ha empleado, algo que es consecuente, por paradójico que parezca, con la desproporción del operativo policial dispuesto. Si te preparas para la batalla, terminas en una batalla, y si te preparas para resolver los problemas de manera pacífica, lo haces de forma tranquila, y el excesivo número de policías apuntaba a que uno de los argumentos más sólidos que se utilizaría esa tarde iba a ser el de la fuerza. Luego, por desgracia, lo ocurrido ha demostrado que las casualidades no existen. Y por otro, criticar a los manifestantes por la beligerancia que mostraron algunos de ellos, y por el sentido que podría tener rodear simbólicamente, no creo que tomar, el Congreso de los Diputados.
Este tipo de críticas resultan fáciles y no faltarán argumentos para defender cualquiera de las posiciones.
Sin embargo, hay un par de cuestiones que creo que son interesantes de guardar y no olvidar al pasar la hoja de los días. En primer lugar, los diputados y diputadas, el Gobierno y la policía, no deberían olvidar que el Congreso está rodeado de ciudadanos y ciudadanas todos los días. La sociedad a la que ellos legislan está girando sobre su órbita a la espera que salgan de su eclipse y abran los ojos para ver, o al menos acercarse, a la misma realidad que la sociedad contempla. Da la sensación, al menos a partir de muchas de las decisiones que se toman en el interior de la cámara, que los muros del edificio separan dos mundos en lugar de dos ambientes.
Y en segundo lugar, si hicieran ese ejercicio de no olvidar que están en la sociedad, no en un mundo aparte, quizás se preguntaran por qué un grupo de ciudadanos decide rodear simbólicamente el Congreso, lo mismo que antes otros decidieron acampar en la Puerta del Sol y en muchas de las principales plazas de las ciudades españolas. Y además, podrían preguntarse también aprovechando la reflexión, qué ha pasado desde ese 15M hasta hoy para que las protestas y el “congreso ciudadano” se desplacen desde el sol de las plazas a la sombra de las instituciones.
La respuesta es sencilla. Entre ambas situaciones hay un elemento común y una diferencia importante. El elemento común es la desafección de la política y el rechazo a unos políticos alejados de los problemas que sufre una gran parte de la sociedad, sin que las medidas que se han adoptado en los meses transcurridos hayan aportado soluciones a la situación, más bien lo contrario. Se produce así un doble alejamiento: la ciudadanía de la políticos, y la política que desarrollan de la sociedad, lo cual conduce a un desencuentro que va más allá de la crítica y de las acciones puntuales, y se continúa en la negación del otro, que pasa a ser el responsable de todo lo malo que ocurre.
El elemento diferente es que desde el 15M hasta hoy se han celebrado unas elecciones generales. El resultado práctico de dichos comicios se ha traducido en que los políticos no sólo han aumentado su distanciamiento, sino que, además, están desarrollando una política diferente a la que decían que iban a hacer. Esta situación no sólo lleva a que la gente se sienta distante y alejada, sino que también y, fundamentalmente, hace que se sienta engañada.
Tenemos, pues, dos congresos, el de los Diputados y el de los ciudadanos, dos soberanías, la representada y una parte presente de forma directa. Y tenemos dos conductas, la de unos diputados elegidos con el mandato de hacer una política que no están cumpliendo, y la de unos ciudadanos que ya dijeron que no se sentían representados, que ahora se sienten engañados, y que anunciaron que seguirían con las manifestaciones para intentar estar cerca de los problemas y de su solución.
La pregunta es, ¿quien está más lejos de sus promesas y compromisos, y quién tiene más legitimidad para hacer lo que está haciendo?
En una democracia la soberanía está en el pueblo y, por lo tanto, no se debería hacer nada a lo que el pueblo no haya dado su consentimiento a través del voto basado en un programa electoral. Es una especie de contrato: yo digo que voy hacer esto, y yo te voto para que lo hagas. Si hay razones sobrevenidas que cambian sustancialmente ese contrato o pacto, deberían convocarse nuevas elecciones o un referéndum, pero eso de interpretar la voluntad del pueblo sin el pueblo es delicado, por muy “ilustrado” que aparezca en algunos medios. Y los legisladores, claramente, no están legitimados para hacer la política que están poniendo en práctica.
Por otra parte, las manifestaciones, concentraciones o “congresos ciudadanos” son consecuencia de una reivindicación que viene de argumentos e iniciativas anteriores, algo completamente legítimo en una democracia, y habitual, como estamos viendo en otros países, en circunstancias tan críticas en lo social y económico.
Finalmente, de cara a la valoración de lo que sucede en uno y otro sitio, debe tenerse en cuenta que del mismo modo que en el Congreso de los Diputados las decisiones se toman por mayoría y son estas las que cuentan, aunque haya habido propuestas en sentido contrario por parte de algunas minorías, lo que debe contar de las concentraciones es el ejercicio de participación ciudadana y civismo que han mostrado la inmensa mayoría de las personas que han formado parte de ellas.