Una violación no es cuestión de fe

Creer es saber, no profesar; y cuando hablamos de creer en la palabra de alguien es porque entendemos que hay algo de cierto en ella y en su relato que la hace verdad y, por tanto, creíble sobre la certeza, no sobre la suposición. Por lo tanto, su integración como parte de unos hechos debe llevar a encontrar los elementos objetivos que permitan identificar los diferentes elementos de lo ocurrido y sacarlo del terreno subjetivo, así como definir las circunstancias de los sucesos que dieron lugar al relato.

Sin esa condición previa de tomar por cierto el testimonio la investigación será compleja y, con frecuencia, ineficaz, pues ante la más mínima dificultad será la duda o la negación de la palabra quienes tomen las riendas para detenerse en ese punto, en lugar de avanzar hasta el final.

Lo que está sucediendo alrededor del juicio a los integrantes de “La manada” por la violación denunciada, refleja esta situación que trata de potenciar la idea de “creer en lo ocurrido” en lugar de “conocer lo que ocurrió”, puesto que las vías para llegar a uno u otro lado son muy distintas y están llenas de trampas, como ya vemos incluso antes de iniciar el trayecto.

El machismo ha jugado con la “palabra de los hombres” como el gran instrumento capaz de modelar la realidad aun en las condiciones más difíciles. Y para evitar conflictos y disputas interminables con quienes consideran y sitúan en un plano inferior, las mujeres, han completado su construcción con una doble merma en la palabra de ellas: por un lado le restan credibilidad por esa “incapacidad y debilidad intelectiva” que les atribuyen, y por otro, le suman perversidad y maldad para que junto al rechazo de su voz se una la crítica a su intención.

Tres son los elementos principales que forman parte del mensaje sobre los que se construye su aceptación o su rechazo. Por una parte, la persona que lo emite, por otra las circunstancias, y en tercer lugar, el propio relato o mensaje.

Cuando nos enfrentamos a casos de violencia de género en sus distintas expresiones, entre ellas la violencia en las relaciones de pareja y la violencia sexual, las circunstancias juegan en contra de las mujeres que la sufren en sus tres componentes:

. En primer lugar, porque la voz del hombre cuenta con la autoridad que se han dado a sí mismos a través de la cultura del machismo. La “palabra de hombre” ha sustentado tratos y acuerdos a lo largo de la historia y es presentada con solvencia y solidez, mientras que la de las mujeres se toma como falaz y egoísta. Da igual que la mayoría de las grandes traiciones, conspiraciones, corrupciones, estafas o felonías hayan surgido de la voz de los hombres para buscar su propio interés, al final las mujeres no tienen palabra y ellos las tienen todas, de la A a la Z.

. En segundo lugar, las circunstancias que envuelven el relato de la violencia de género ya hacen aumentar el nivel de duda bajo el mito de la perversidad de las mujeres, el cual lleva a entender que este tipo de denuncias y el relato que las acompaña están cargadas de mentira y maldad con el objeto de dañar al hombre con el que comparten una relación, o al que encuentran en la calle en una noche de fiesta, y sin son cinco, pues con más motivo, puesto que “con una sola denuncia puede causar ese daño a varios hombres a la vez”. El planteamiento puede parecer exagerado, pero es lo que vemos a diario bajo el argumento de las denuncias falsas.

. Y en tercer lugar, los propios hechos (la violencia de género), también se vuelve en su contra, puesto que las circunstancias en que se produce, generalmente en el ámbito privado del hogar o en lugares oscuros y solitarios sin testigos que puedan aportar referencias objetivas, unido a la importante carga emocional con la que se viven esas agresiones y al trauma que originan, hace que se produzca una dificultad a la hora de fijar los recuerdos y de ordenar lo sucedido. Estas características se reflejan en la propia declaración y son una evidencia de la violencia y del trauma ocasionado, pero en lugar de entenderse de ese modo, se interpreta en sentido contrario para decir que es “inconsistente” y que “se lo inventa sobre la marcha”.

La estrategia es perfecta y lo vemos estos días. La simple denuncia ya es interpretada por una parte de la sociedad como un acto de mala fe, de hecho, el 0’9% de la población considera que forzar una relación sexual es aceptable en algunas ocasiones, y el 7’9% piensa que no es aceptable, pero que no siempre debe sancionarse a través de la ley (CIS, noviembre 2012). Y a partir de ahí, cada paso es interpretado sobre el significado que se da desde la construcción cultural que presenta a las mujeres como malvadas y mentirosas, y a los hombres “con palabra” y víctimas potenciales de las mujeres.

Si no fuera así resultaría imposible el cuestionamiento sistemático de la palabra de las mujeres y la afirmación habitual sobre la mala fe de su comportamiento. Y sería imposible que dicho razonamiento se llevara a juicio, incluso con informes que “dicen demostrarlo”.

Demostrar la violencia de género y las agresiones sexuales no es una cuestión de fe, sino de prueba, y para ello la investigación debe partir de los elementos aportados, entre ellos, y como referencia principal en un delito que se produce en la intimidad o en lugares solitarios, el testimonio de quien sufre esa violencia. Sorprende que se dude de la palabra de una mujer cuando denuncia, que procesalmente no puede mentir, y que no se dude de los denunciados cuando lo niegan cuando ellos “sí pueden mentir” dentro del proceso.

Ante una violación no es cuestión de creer o no creer, sino de trabajar e investigar sin cuestionar la palabra de las mujeres ni criticarlas a ellas..

 

¡Pobres hombres!

Pobres hombres que se ven amenazados en un ascensor, en sus casas o en las calles; expuestos a cualquier mujer desaprensiva que los acuse de acosarlas al subir o bajar en el ascensor, de maltratarlas en el hogar o de violarlas en la calle o en un portal.

Qué duro tiene que ser eso de la masculinidad para ir zafándose de las mujeres y conseguir que al final de cada año no sean ellos los acosados, ni los maltratados, tampoco los violados ni asesinados. Sin duda todo un ejercicio de habilidad y escapismo que les evita caer en las redes que las mujeres tejen con su perversidad, y luego les lanzan con su maldad para atraparlos.

Y qué sangre fría deben mantener para que, a pesar de todas esa presión y amenazas a las que están sometidos, luego se les vea caminar por las calles con decisión y determinación como si fueran suyas, simular que no sienten miedo en los lugares de ocio, y que incluso se divierten y disimulan para acercarse a hablar con sus agresoras potenciales en mitad de la fiesta. Y cuánto valor debe correr por sus venas para luego llegar al hogar y sentirse como si fuera un lugar tranquilo y seguro para ellos, cuando en cualquier momento pueden ser denunciados falsamente.

Ese vivir como si no pasara nada ante a amenaza de las mujeres debe ser duro y exigente, algo que sólo un hombre hecho y derecho es capaz de soportar.

Porque todo eso es lo que se deduce de los argumentos que recogen los estudios científicos, como el ICM de 2005, que muestra cómo la sociedad piensa que la mujer es responsable de la agresión sexual que sufre por flirtear (33% de la población lo piensa), por vestir sexy (26%), o por haber tomado alcohol durante su tiempo de ocio (30%), nada dicen sobre la responsabilidad de los hombres que agreden. Algo parecido a lo que lleva, tal y como recoge el Barómetro del CIS de noviembre de 2012, a que el 0’9% de nuestra sociedad manifieste que es “aceptable forzar las relaciones sexuales en determinadas circunstancias”, y que el 7’9% diga que “no es aceptable, pero que no siempre debe ser castigada esa agresión por la ley”, es decir, que debe quedar como un tema de pareja. Pero, ¡oh casualidad!, una pareja en la que el hombre impone su voluntad y viola, y en la que la mujer es violada y debe callar. Como si la fuerza y la posición de poder no formaran parte también de la relación.

El machismo ha creado el marco para presentar a las propias víctimas como responsables de la violencia de género en cualquiera de sus expresiones, especialmente en la violencia sexual. Esa es la razón por la que se cuestiona su conducta antes de ser violadas y por la que también se cuestiona después de haber sufrido la violación, porque toda forma parte de la idea que las hace culpables “por el hecho de ser mujeres”. Quizás por ello hasta las campañas institucionales ante las fiestas de los pueblos y ciudades lanzan mensajes a las mujeres sobre lo que deben o no deben hacer para evitar las agresiones sexuales, mientras que no dicen nada a los hombres, que son quienes agreden y consienten con su silencio y distancia.

No es fortuito que el porcentaje de denuncias por violación se limite al 15-20%, y luego, cuando se lleva a cabo la investigación y se celebra el juicio bajo el peso de los mitos y estereotipos de la cultura machista, que el porcentaje de condenas sea sólo del 1% (Brtish Crime Report, 2008).

Vivimos en la “cultura de la violación”, es decir, en la cultura de la violencia de género, porque vivimos en la cultura del machismo, y eso significa que la realidad viene determinada por sus referencias androcéntricas, y que luego los hechos son integrados bajo el significado que otorgan esas mismas referencias. No hace falta negar lo ocurrido, sólo basta con cambiar su significado.

Lo que está sucediendo alrededor del juicio contra los integrantes de “La manada” por una presunta violación cometida en los San Fermines, y el intento de cuestionar a la víctima hasta con informes sobre su vida después de la agresión, es un ejemplo típico de esta situación creada por el machismo. Una situación en la que los hombres se presentan como víctimas por ser “presuntos inocentes”, y las mujeres como culpables por ser “presuntas víctimas”.

Lo dicho, ¡pobres hombres!

 

Rebelión, violencia y género

El auto del magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llanera, ha sido claro al mantener la acusación de rebelión contra Carme Forcadell y los miembros de la mesa del Parlamento de Cataluña. Entiende que hay rebelión porque hay violencia, y que hay violencia porque se hizo “ostentación de la fuerza y disposición a usarla”.

La pregunta es sencilla, ¿por qué no se aplica ese criterio en violencia de género en lugar de admitirla, prácticamente, sólo cuando hay lesiones físicas?

En violencia de género el maltratador ocupa la casa y la vida de las mujeres por medio de la ostentación de la fuerza, por su “disposición a usarla” a través de advertencias y amenazas, y por emplearla directamente en las agresiones físicas, psíquicas y sexuales que llevan a cabo. Sin embargo, los juzgados niegan o minimizan con demasiada frecuencia esa violencia, a pesar de las múltiples referencias que habitualmente existen sobre el control violento y amenazante que desarrolla el agresor, y para admitirla se centran, fundamentalmente, en la existencia de lesiones físicas, pues ni siquiera las alteraciones psicológicas ni su impacto en la salud de las mujeres se admiten con facilidad como demostración de la violencia sufrida a lo largo de la relación.

Estas circunstancias, en parte, son las que llevan a que el porcentaje de condenas en las Audiencias Provinciales sea del 81%, en los Juzgados de Violencia sobre la Mujer del 82%, mientras que en los Juzgados de lo Penal sólo sea del 54% (CGPJ, 2016). Una situación que refleja que cuando hay lesiones graves, que son los casos que llegan a las Audiencias, la violencia se demuestra con facilidad, igual que sucede en los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, donde las lesiones son más leves, pero se denuncian de inmediato y el juicio se celebra en un tiempo muy cercano a los hechos, con lo cual los elementos objetivos se aprecian de forma directa. En cambio, en la zona de intensidad intermedia de la violencia, y en la que el impacto psicológico suele ser más trascendente que el físico, la violencia no se considera por no contar con los elementos objetivos de las lesiones físicas, a pesar de que en la mayoría de los casos hay claras referencias al clima generado por el agresor a través de la “ostentación de la fuerza y su disposición a usarla”.

La violencia de género es mucho más que la suma de todos sus golpes. Su objetivo no es el daño, sino el control, y para ello cuenta con dos grandes complicidades. Por un lado con la de la construcción social que banaliza esta violencia y la integra como parte de la normalidad, llegando, incluso, a recurrir al control social para hacer entender que sólo las “malas mujeres” la sufren, de ahí que el 26% de las víctimas no denuncien “por vergüenza”, porque hacerlo es reconocer públicamente que son unas “malas mujeres” (Macroencuesta, 2015). Y por otro, la actuación desarrollada por cada agresor desde esa normalidad tras interpretar el mandato cultural, y aplicarlo sobre la mujer atendiendo a sus circunstancias específicas.

¿Qué más fuerza y disposición a usarla necesitan jueces y juezas, fiscales, forenses, policías, guardias civiles… cuando el 75-80% de las mujeres que sufren esta violencia no la denuncian, y continúan bajo su dominio y control hasta ser asesinadas? El dato es claro, el 60-70% de las mujeres asesinadas nunca habían denunciado.

La sociedad y la Justicia deben acercarse a la violencia de género para conocer sus características específicas y los elementos que la diferencian del resto de violencias interpersonales, tanto en sus objetivos, motivaciones y formas de llevarse a cabo, como en la reacción social ante ella. ¿Qué otra violencia con 60 homicidios al año haría que sólo el 1% de la población (CIS, septiembre 2017) la considerara grave? ¿Qué otra violencia, a pesar de esa gravedad objetiva cuenta con una reacción que intenta minimizarla hablando de denuncias falsas? ¿En qué otra violencia se presenta al agresor como víctima de la respuesta social e institucional?

¿Se imaginan una campaña continuada en redes y medios que hablara de que el 80% de la droga incautada no es droga, sino azúcar o harina que ponen para de ese modo justificar la necesidad de contar con unidades especializadas contra el tráfico de drogas, y para que las asociaciones de ayuda se beneficien con subvenciones?… Sería inadmisible, pero eso es lo que hace el posmachismo con la violencia de género cada día sin que nadie lo evite.

Mientras que para demostrar la violencia contra las mujeres se exijan pruebas e indicios que no suelen estar presentes en muchos de los sucesos denunciados, y no se acepten los elementos que forman parte de la violencia de género y que, por tanto, aparecen en la gran mayoría de los casos, será imposible romper la capa de invisibilidad que aún protege a los agresores y atrapa a las víctimas.

La solución es sencilla, y pasa por analizar en profundidad los elementos que configuran esta violencia. Si para entender que los responsables políticos en Cataluña han cometido un delito de rebelión se considera que la violencia está en el “ostentación de la fuerza y su disposición a usarla”, de manera más inmediata y directa debería aceptarse la violencia en los casos de género, pues lo que caracteriza al agresor y al ambiente en el que se desenvuelve la relación es esa ostentación manifiesta de la fuerza, su disposición a usarla, y su empleo directo en cada agresión.

La respuesta social frente al machismo es una auténtica “rebelión de genero” con el único objetivo de alcanzar la Igualdad para toda la sociedad, pero mientras que una mujer tiene que demostrar lesiones físicas de cierta intensidad para evidenciar la violencia, un Estado sólo tiene que interpretar que ha habido ostentación de fuerza y disposición a usarla. Una situación que demuestra que el machismo está más protegido y tiene aún más poder que el propio Estado.

 

Bienvenidos al machismo

¡Ahora se han dado cuenta!… Ha tenido que producirse la denuncia contra Harvey Weinstein para que, de repente, todo Hollywood se vea reflejado en el espejo del abuso sexual; y ha tenido que ser Hollywood, la ciudad de los sueños, para que el resto de la sociedad viva la pesadilla de la violencia de género en forma de abusos y agresiones sexuales.

Hasta que no se ha conocido esta situación muchas personas han preferido mantenerse al margen y mirar al lado contrario cuando los hechos llamaban su atención. Da igual que en España asesinen a 60 mujeres de media cada año en el contexto de las relaciones de pareja, que 600.000 sean maltratadas, el machismo siempre ha sido capaz de solventar la situación y ocultar la realidad a través de su estrategia.

Siempre lo ha tenido fácil porque ha contado con los instrumentos necesarios para lograrlo. Y estos instrumentos son las “3 C”: credibilidad, culpabilidad y complicidad. Por un lado, la credibilidad de los hombres a través de su palabra inmaculada, por otro, la culpabilidad de las mujeres construida a partir del mito de su perversidad, y en tercer lugar, la complicidad del resto de la sociedad, pues sin ella no habría sido posible que tantos violentos lo hayan podido ser durante tanto tiempo, y aún hoy sigan siéndolo.

Las “3C” originan una credibilidad intermitente (al hombre sí me lo creo-a la mujer no, al hombre sí-a la mujer no, al hombre sí-a la mujer no…) que es la que permite que sólo se vea lo que interesa y que se crea todo lo demás, una situación que no se produce por accidente, sino por decisión de quienes tienen la capacidad de determinar la realidad para que no se vea afectado el orden dado ni descubiertos sus rincones de invisibilidad. De este modo, la violencia contra las mujeres en cualquiera de sus formas se puede ejercer a espaldas de la mirada social y reforzar así la identidad machista y los privilegios que conlleva, no sólo para los hombres que usan la violencia, también para el resto. Por eso la gran mayoría contribuye desde la complicidad, porque al final todos los hombres, violentos o no, se benefician de una sistema diseñado para ellos. No por casualidad, por ejemplo, sólo el 5% de los maltratadores termina siendo condenado, ni tampoco es fortuito que los hombres tengan mayor tasa de empleo, mejores condiciones laborales, mayor salario, más presencia en los puestos de dirección…

La normalidad impuesta es tan eficaz que lleva a momentos como el que de forma muy gráfica y directa ha relatado Leticia Dolera La actriz cuenta que estaba en un bar con cuatro hombres, y uno de ellos, director de cine, le pone la mano en el pecho mientras los otros disimulan. Ella le pregunta:

  • ¿Qué haces?
  • Te toco una teta; responde él
  • No puedes hacer eso; le dice de nuevo ella
  • Sí puedo, mira… y le vuelve a tocar

Eso es el machismo. No se trata sólo de asaltos y ataques en callejones oscuros, sino de una normalidad que lleva a abusar de las mujeres hasta en lugares públicos, delante de otras personas y después presumir de ella; y a pesar de todas esas circunstancias permanecer entre la invisibilidad y la negación. Pero todavía va más lejos, y cuando se llega a conocer, en lugar de entender que forma parte de esa normalidad que lleva a ocultar lo ocurrido, lo que se hace es culpabilizar a la víctima y ponerla a ella como responsable de los hechos.

El informe de la Agencia de Derechos Fundamentales (FRA) de la UE es muy revelador. El 55% de las mujeres europeas han sufrido acoso sexual en algún momento de sus vidas, pero más significativo resulta aún las referencias al contexto en el que se produce. El estudio recoge que conforme el nivel profesional es más alto el porcentaje de mujeres que han sufrido acoso es mayor (el 75%), un dato que indica que el destino y el camino para alcanzar esos espacios y funciones ocupados y dirigidos por hombres está lleno de acoso sexual.

Es la consecuencia de la estrategia de las “3C”, y por si todo ello fuera poco, además cuentan con una especie de “mecanismo de seguridad” por si falla alguna de las “Cs”, y es hacer creer que la violencia contra las mujeres no se produce en los lugares donde habitualmente ocurre. Es lo que hemos visto en el estudio del FRA respecto al acoso sexual, y mientras que la sociedad cree que sucede en trabajos no cualificados, en verdad ocurre más en los niveles más altos y en la universidad. Y llega a ser tan poderoso el argumento que se utiliza hasta en los juicios, ¿recuerdan el caso de Nevenka Fernández, concejala en el ayuntamiento de Ponferrada, cuando el Fiscal Jefe de Castilla y León decía que se “había dejado tocar el culo como una cajera del Hipercor”?. Lo mismo ocurre cuando se presenta la familia como un escenario idílico caracterizado por el amor, el respeto y la convivencia, sin cuestionar la construcción violenta de las relaciones y la instrumentalización de la familia por parte del machismo para defender sus ideas, valores y privilegios.

Todo forma parte de su estrategia: Primero se niega y oculta con las “3C” (credibilidad del hombre, culpabilidad de la mujer y complicidad social), y luego, si a pesar de ello se conoce el problema, se presenta como imposible porque en la universidad, en la política, en el cine, en la alta dirección empresarial… no se dan conductas de acoso; como también se dice que en las familias de bien no existe la violencia de género, indicando que se trata de un problema de un hombre concreto con una mujer en particular para ocultar el machismo que hay detrás.

Bienvenidos al machismo, ha costado, el viaje ha sido largo y duro, diez mil años atravesando los desiertos del silencio, las montañas de la amenaza, mares y océanos embravecidos por la violencia, ríos de soledad y miradas de culpabilidad, pero al final se ha llegado al machismo.

De manera que bienvenidos, pero no se queden en la puerta, “pasen y vean”. Lo que acaban de conocer sólo es la pequeña parte que se ha colado por la puerta de un plató que alguien ha cerrado mal, pero los hogares, las empresas, la universidad, las calles… están llenas de machismo y su violencia.

 

La complicidad de las mujeres

La Audiencia Provincial de Córdoba ha condenado a una madre  por las agresiones sexuales que ha ejercido el padre sobre su hija y su hijo. Según la sentencia, el padre abusó de su hija de 6 años múltiples veces, a la que violó y desgarró la vagina al intentar penetrarla, y de su hijo de 5 años, a quien agredía aprovechando que salían a pasear el perro. El padre ha sido condenado a 27 años de prisión, y la madre a 3 años por “consentir la situación” a pesar de que el propio Tribunal refiere que “no reaccionaba para evitarlo por el poderoso miedo que sufría”, pues su marido “la tenía dominada, sometida y amenazada”.

No es el único caso, con demasiada frecuencia las madres son condenadas por la violencia que cometen los padres bajo un clima de terror y maltrato que no se reduce a los hijos y a las hijas, y que también se dirige contra ellas de forma directa a través de agresiones físicas, psíquicas y sexuales. Sin embargo, la Justicia todavía es incapaz de entender cómo esa violencia paraliza y distorsiona la realidad bajo el triple impacto de las alteraciones psicológicas, las amenazas directas y el sufrimiento que nace de la sensación de culpabilidad por no actuar a pesar de las circunstancias. Todos estos elementos atrapan más que impulsan, y hunden en la realidad de la que intentan salir más que empujan a hacerlo.

Como Médico Forense he vivido en diferentes ocasiones ese tipo de decisiones sin que el Tribunal fuera capaz de acercarse a la realidad ni entender la situación de esas madres destrozadas por la violencia sufrida en su cuerpo, y vivida de forma mucho más grave a través del daño ejercido sobre sus hijos e hijas.

Sin embargo, esa misma Justicia es capaz de entender la inocencia de los hombres cuando las mujeres son condenadas por maltratar o abandonar a sus hijos recién nacidos, y de otorgar credibilidad a los padres que afirman no saber nada cuando las mujeres relatan que ocultaron los embarazos y sus conductas criminales.

Sucedió, por ejemplo, en Coslada, donde Catalina arrojó a su bebé a un contenedor de basura, de donde fue rescatado al escuchar sus gemidos un vecino. Según el relato, la mujer ocultó el embarazo a su marido y a sus tres hijos, da igual que vivieran en un piso pequeño, que compartieran cama y cuarto de baño durante los nueve meses que se prolongó el embarazo. También resulta indiferente que la mujer diera a luz en el Hospital del Henares, que tras recibir el alta se fuera a su casa junto a su familia, y que los hechos ocurrieran nueve días después. Al final la única responsable fue la mujer, el padre no tuvo nada que ver ni tampoco “consintió” los hechos.

Algo parecido ocurrió en el municipio sevillano de Pilas, donde una mujer asesinó justo después de nacer a su hijo y lo guardó en un congelador, conducta que repitió en otro embarazo posterior. Según el relato y la investigación, el padre que convivía con ella junto a otros dos hijos nunca supo nada de ninguno de esos dos embarazos, ni tuvo nada que ver de forma directa o indirecta en los hechos, lo mismo que tampoco resultó cómplice por ocultar o no enfrentarse en algún momento a lo ocurrido, ni por no entender como “sospecha” o “indicios” determinadas situaciones que se produjeron durante todo ese tiempo.

Y como estos dos casos de Coslada y Pilas hay muchos que se valoran y juzgan bajo las mismas referencias: las mujeres resultan culpables y son condenadas por la violencia que ejercen sus maridos dentro del hogar, mientras que los hombres no sólo no son condenados cuando la violencia es ejercida por las mujeres, sino que ni siquiera se considera esa posibilidad.

Todo ello refleja cómo el mito de la “perversidad de las mujeres” invade la percepción de los hechos para darle un significado acorde con la construcción cultural, mientras que el mito del “buen padre de familia” actúa de forma similar al influir sobre el sentido de lo sucedido, pero de manera contraria para proteger a los hombres. Da igual que los hechos digan lo contrario y que la realidad social venga caracterizada por una violencia de género dirigida contra las mujeres que las paraliza tanto, que el 75-80% de las asesinadas lo son sin ni siquiera haber denunciado que vivían en esa situación de violencia que termina por costarles la vida.

La injusticia de esta sociedad comienza en su normalidad, lo demás sólo son los “accidentes” que las circunstancias no han podido evitar. Y esa normalidad injusta es la desigualdad y el machismo que la ha tomado como referencia para esconder que la respuesta puntual ante sus manifestaciones especialmente graves, como ocurre con los casos más intensos de la violencia de género, sólo es un espejismo que entretiene y una pantalla que permite ocultar la realidad que cree resolver.

Mientras no nos liberemos de esta construcción cultural, las mujeres siempre serán cómplices de todo lo que se realice bajo los parámetros de la maldad y la perversión que la cultura impone, aunque sea llevado a cabo por hombres.

Y es que la culpa de las mujeres es la liberación de responsabilidad de los hombres.

 

PD. Otro día hablaremos de la “complicidad de los hombres”