No somos héroes ni heroínas

No somos héroes ni heroínas, sólo somos responsables. Hacer de la responsabilidad heroicidad, es el primer paso para ocultar tras la excepcionalidad el compromiso individual y el deber ético con lo público. Y no podemos caer en ese error.

Es cierto que el comportamiento de quienes desde las profesiones sanitarias y el resto de trabajos que mantienen a diario los “cuidados paliativos” de una sociedad enferma de coronavirus, resulta admirable y debemos reconocerlo, pero entendiendo que se debe a la responsabilidad adquirida con los valores de sus profesiones, y a su compromiso con el bienestar de la sociedad. Y esos valores y actitud son los mimos que prevalecen cuando no hay crisis y muchos tienen que realizar algunas de las actuaciones que llevan a cabo en el momento actual sin el foco de lo noticiable. Porque todos los días hay profesionales que doblan guardias, que realizan su trabajo sin el material idóneo, que tienen que tomar una decisión que conlleva un riesgo de agravamiento en el proceso que sufre la persona enferma… Ahora todo es más grave por el impacto de la dimensión cuantitativa de la pandemia, y por el aspecto cualitativo  que origina la carga emocional de su significado, pero su presencia no es ajena al día a día de estas profesiones.

Y ocurre lo mismo con quienes llaman a la heroicidad para reconocer el esfuerzo que supone el confinamiento. ¿Hay que ser héroe para ser responsable?, ¿es la responsabilidad individual una cuestión de heroicidad?. ¿No hay una responsabilidad social más allá de la decisión individual?, ¿o es que una sociedad sólo es el resultado de la suma de personas, y no de los valores, derechos y referencias que dan sentido a la convivencia para formar parte de un proyecto común?

El lenguaje define la realidad y construye el recuerdo para hacer de él historia, y gran parte del relato sobre la situación que ha generado la pandemia del Covid-19, se está escribiendo con un lenguaje bélico que habla de excepcionalidad y de lucha, con lo cual la historia se construirá sólo sobre los meses que dure la “batalla del confinamiento”. Una batalla que se narrará con todos los ingredientes de las historias de Hollywood para explicar cómo los abnegados héroes y heroínas combatieron cuerpo a cuerpo (nunca mejor dicho) frente al virus, y en la que unos “incapaces gobernantes” no supieron planificar la estrategia para evitar el dolor vivido, al tiempo que permitieron que el feminismo y sus manifestaciones actuaran como un caballo -o yegua- de Troya para aumentar el daño desde dentro.

Ese es el discurso que están elaborando quienes quieren utilizar las circunstancias para defender sus ideas, valores y modelo de sociedad. La simple trampa de utilizar su terminología bélica y accidental ya lo refuerza, aunque no se reproduzca la literalidad del relato.

Porque todo parecerá como una disrupción entre dos fragmentos de normalidad, el previo y el posterior al confinamiento, no como la reacción de una sociedad en la que no había héroes ni heroínas, todo lo contrario, de la que se decía que estaba formada por una gente irresponsable por “vivir por encima de sus posibilidades”. Una sociedad anterior a la pandemia en la que nadie recordará los recortes para la dependencia y la sanidad, y en la que se olvidarán de los “contratos basura” de quienes trabajaban en sanidad, antes menospreciada y hoy cargada de heroísmo. Del mismo modo que tampoco se hablará de las facilidades para el crecimiento del sector privado al tiempo que florecían compañías y seguros sanitarios… Nada de eso parecerá haber existido ante la heroicidad de tanta gente durante la excepcionalidad de estos días.

Pero no, no son ni somos héroes ni heroínas, somos ciudadanos y ciudadanas responsables; lo cual, para quienes no creen en lo público ni en lo común, supone una amenaza mayor que un ejército armado repleto de sus héroes y heroínas.

“Médicos y enfermeras”

A pesar de los intentos de muchos medios por usar en lenguaje inclusivo estos días, la mayoría de las veces, al referirse al personal sanitario se habla de “médicos y enfermeras”. Se reproduce así el estereotipo que asocia el conocimiento y la razón a lo masculino, y el cuidado y el afecto a lo femenino. Y se hace al margen de la realidad.

Hoy, por encima del 55% de quienes ejercen la Medicina son mujeres, y en el grado de Medicina aproximadamente el 70% del estudiantado son también mujeres. En Enfermería el 84% de sus profesionales son mujeres, mientras que en los estudios de grado representan el 80%. Por lo tanto, ante esta realidad sería más correcto hablar de “médicas y enfermeras”.

Pero claro, si se hace, rápidamente se dirá que el masculino es neutro y que incluye a hombres y mujeres, pero curiosamente sólo se utiliza para referirse a los “médicos”, no a los “enfermeros”, por lo cual, según ese mismo razonamiento, el 16% de los enfermeros hombres quedan excluidos al llamar al grupo como “enfermeras”, puesto que el femenino no les incluye. Entonces se dirá que se hace referencia a “enfermeras” porque históricamente ha sido una profesión muy feminizada, lo cual es cierto, sin embargo, para los puristas del lenguaje real y académico se seguirá sin incluir a los hombres, negando, al mismo tiempo, el reconocimiento del trabajo realizado mayoritariamente por mujeres al impedir su representación a través del lenguaje.

Lo digo porque los colegios profesionales se han denominado tradicionalmente con el masculino de quienes los formaban por esa doble razón, por un lado, porque en su origen prácticamente eran sólo hombres quienes los formaban, y por otro, porque después, cuando se incorporaron mujeres de manera progresiva, el masculino neutro las incluía. Pero la trampa de este planteamiento formal se demuestra en la práctica al comprobar lo sucedido con Enfermería.

Si se toma el argumento de que la inmensa mayoría eran mujeres, debería haberse llamado “Colegio de Enfermeras”, y si utiliza el criterio de que el masculino incluye a mujeres y hombres, aunque estos sean minoría, debería haberse denominado “Colegio de Enfermeros”. Pero no se ha llamado de ninguna de esas dos formas, y se llamó “Colegio de Enfermería”; imagino que por esa “vergüenza ajena” que supone llamarlo en masculino cuando se es consciente de que la gran mayoría de las personas que lo forman son mujeres, pero al mismo tiempo con plena conciencia para negarse a llamarlo en femenino y reconocer la labor y dedicación que durante siglos han hecho las mujeres en Enfermería. Ha preferido utilizar la vía intermedia que hace referencia a la profesión.

Lo curioso, y donde se refuerza la construcción machista en toda esta forma de entender y denominar la realidad, se produce al comprobar que todo ese planteamiento que utiliza el nombre de la profesión de Enfermería para llamar al colegio que reúne a los hombres y mujeres que la ejercen, se ha considerado válido, sin embargo, se entiende incorrecto e inaceptable para el resto de colegios profesionales. De manera que se denominan (centrándonos en la profesión y quitando adjetivos), por ejemplo, Colegio de Médicos, Colegio de Ingenieros, o Colegios de Abogados, y no se admite que se denominen Colegios de Medicina, Colegios de Ingeniería o Colegios de la Abogacía, argumentando que agrupan a las personas que ejercen la profesión para abordar sus cuestiones profesionales, no a la profesión. Por lo visto, entonces, quienes ejercen la Enfermería no son personas, puesto que en esa profesión mayoritariamente desempeñada por mujeres, ¡oh casualidad!, si se ve bien denominar a su colegio bajo la referencia de la profesión (“Colegio de Enfermería”), no de las personas que la ejercen.

El lenguaje sólo reproduce las ideas que la cultura entiende adecuadas y válidas, y así las representa en la conciencia de las personas. Y aunque el masculino se entienda como neutro deberíamos llamar al pan pan, no masa de harina fermentada y horneada, al vino vino, no mosto fermentado; y a las médicas médicas, a los médicos médicos, a las enfermeras enfermeras y a los enfermeros enfermeros. Y así con el resto de las profesiones y trabajos.

Y muchas gracias por el gran trabajo y ejercicio de responsabilidad que están realizando estos días.

 

La espera entre cada crisis

Recuerdo una crónica para la SER de Francisco Peregil, corresponsal de El País en la guerra de Irak, en la que hablaba del silencio entre cada una de las bombas, mucho más inquietante en su indefinición que la realidad alejada del estruendo da cada una de las explosiones.

Con las crisis (sanitarias, económicas, financieras, humanitarias, ambientales…) ocurre algo parecido, y a muchas personas nos preocupan más por el silencio de tantos ante la injusticia que supone esa pausa entre cada una de ellas, nos asustan por la amenaza que supone para quienes sufren el abuso de la normalidad, y nos inquietan porque se desconoce dónde “explotará” la siguiente bomba-crisis y si lo hará por oriente o por occidente, por el Norte o por el Sur, si será cerca o lejos; y porque no se sabe si será económica o sanitaria, humanitaria o ambiental. Lo único seguro es la certeza de que aparecerá y la incerteza que la acompaña hasta ese momento.

Porque el caos de las crisis es parte del orden de la desigualdad y de un modelo que cuenta con ellas como un factor más, no deseado ni buscado, pero sí integrado para salir reforzado de ella. Durante las crisis, dentro de unos límites, se sabe cómo actuar, pero entre cada una de ellas todo gira sobre la amenaza fantasma de que una crisis global puede suceder, mientras mucha gente sufre las mismas manifestaciones de la crisis en el contexto individual ante la pasividad de la sociedad.

Es parte del modelo de poder androcéntrico en el que la legitimidad moral radica en el papel del sistema para proteger a la misma sociedad de la que abusa el resto del tiempo, y la legitimidad práctica se traduce en una especie de pacto feudal que impone “sumisión” a cambio de protección.

Es lo mismo que ocurre en el plano personal con muchos hombres, que construyen su relación sobre la desigualdad a partir de la legitimidad moral que les da su rol basado en el sustento y la protección, y la legitimidad práctica en su compromiso de llevar a cabo dichas funciones “hasta las últimas consecuencias”.

Y al igual que los Estados protectores se pasan la vida alimentando la desigualdad y las desigualdades bajo la promesa de responder ante una guerra o una crisis, muchos hombres se pasan la vida disfrutando de unos privilegios en el hogar bajo el compromiso de que si “entra un ladrón” o hay un “problema serio que exija el uso de la fuerza física”, ellos responderán. De esa forma, la vida transcurre con una normalidad aceptada en la que las mujeres y los grupos de población situados en las posiciones inferiores de la jerarquía patriarcal, sufren las injusticias y dificultades que mantienen el modelo de poder sobre los elementos que deciden quienes tienen la posibilidad de tomar las decisiones.

Por eso el modelo se prepara para la excepción a costa de la normalidad, y es capaz de mantener un Ejército para defender al país en caso de guerra sin dudar del coste que supone, y se olvida, por ejemplo, de un sistema sanitario que en los próximos años (y en los pasados), tendrá que responder ante más crisis y problemas sanitarios que el Ejército frente misiones y guerras.

Y no es que el Ejército no sea necesario dentro de un contexto internacional como el que alimenta el sistema, pero sí que hay que relacionar y entender cuáles son las prioridades y la forma de organizar las relaciones internacionales y las relaciones humanas cada día. Porque no se trata de actuar contra las crisis, sino de hacer que la sociedad sea la fortaleza desde la que responder ante los problemas que le lleguen. Y eso exige salud pública, no sólo hospitales y UCIs; educación y formación, no sólo protocolos y coordinación; profesionales reconocidos dentro de un contexto profesional digno, no precario y a la espera de que las circunstancias no lo pongan de manifiesto.

Creer que la economía es la que debe decidir el tipo de sociedad y la forma de convivir en ella es la gran trampa del sistema, su gran mentira, la gran justificación para defender sus ideas y valores, puesto que es el argumento que legitima toda la injusticia y la desigualdad. La clave no es preguntarnos qué tipo de sociedad podemos hacer con esta economía, sino definir la sociedad que queremos y entonces diseñar la economía necesaria para sostenerla.

Si nos preparamos para las guerras y las crisis tendremos guerras y crisis, aunque haya tiempos de normalidad y espera más o menos prolongados que estarán llenos de injusticias, como lo están hoy. Si nos preparamos para convivir en paz y con Igualdad, evitaremos que las personas queden sometidas a los intereses de un modelo que prioriza el poder de lo material y lo económico. Y si llega una crisis en estas circunstancias, lo público y lo común previamente consolidado será su principal y más valioso “cordón sanitario”.