El modelo machista y la política

El machismo es hábil, más por poderoso que por listo, pero al final se sale con la suya a través de sus juegos y provocaciones, porque es el machismo quien lleva la voz cantante de la normalidad y lanza los retos para que otros se sientan compelidos a responder, bajo la idea de que si no lo hacen no son “hombres de verdad”.

Lo estamos viendo estos días con las constantes provocaciones que desde la derecha y la ultraderecha lanzan al Gobierno, y cómo desde el Gobierno y los partidos de izquierda se ha entrado en ese juego de la violencia, que no “crispación”, como intentan disimular algunos.

No hay que olvidar que el machismo es una construcción cultural de poder. Que los hombres hayan definido históricamente una cultura androcéntrica que establece la desigualdad esencial sobre la superioridad de los hombres respecto a las mujeres, para apuntalar el sistema con la labor invisible, anónima y gratuita de estas, y para que al menos cualquier hombre tenga a alguien en una posición de inferioridad en las mujeres de su mismo contexto, no ha sido por azar, sino que se ha hecho para crear una jerarquía de poder sobre lo masculino que permita obtener privilegios a los hombres y a su modelo.

Y la política es el ejercicio de poder que gestiona esta realidad. Lo del bien común, la sociedad, lo público, la patria… queda muy bien en los discursos, pero en la práctica son objetivos que se interpretan de forma muy diferente desde una posición conservadora y una progresista, sin que ninguna de ellas ponga en riesgo su posición de poder por la consecución de alguno de esos objetivos, y menos ahora que la política se mueve más bajo el criterio de las estadísticas y las encuestas que por las ideas y proyectos.

Por lo tanto, si el machismo es cultura y poder y la política quien gestiona el poder en la sociedad, la política se convierte en un ejercicio de poder machista, puesto que no cuenta con referencias diferentes para desarrollar sus iniciativas. Esto es algo que puede pasar más o menos desapercibido dentro de la rutina de los días, pero cuando se producen conflictos los elementos androcéntricos que hay en la estructura de la política se pone de manifiesto de forma inmediata y clara.

Por eso el machismo necesita la “crispación” y el enfrentamiento violento, porque es su estrategia, similar a la que utiliza el maltratador o una persona que ocupa una posición jerárquica superior. Esa es la razón por la que ante el conflicto necesitan generar más conflicto, no buscar más diálogo o consenso para resolverlo, sino que su estrategia es lanzar nuevos ataques para aumentar el enfrentamiento, y en la medida de lo posible utilizar cargas de profundidad, como vemos que hacen con el 8M, conocedores de que cuanto más se agrava el conflicto más capacidad tienen para recurrir a elementos informales y presentarlo, no como algo puntual o personal, sino como un ataque a los valores que definen la convivencia, lo común, la sociedad, la patria… porque son esos valores los que la cultura patriarcal ha establecido como referencia para toda la sociedad. Por esta razón, al decir que se están atacando esos elementos resulta sencillo presentar las críticas como ataques contra toda la sociedad, no contra un partido en cuestión ni a una persona particular, sino a todo lo que representan, que va mucho más allá del partido y la persona, puesto que esos partidos se identifican con la misma construcción cultural androcéntrica que reivindica como propia la tradición, la costumbre, la historia…

Esa es la razón que lleva a hacer creer de manera tan fácil que la “crispación” la ha iniciado el Gobierno y que la oposición es “víctima” de su agresividad, de sus bulos y de medios afines. Justo lo que están haciendo desde la derecha y la ultraderecha con todo su aparato político y social, como se puede comprobar a diario.

Por eso se equivocan quienes entran en este juego, no sólo por caer en la trampa de la provocación puntual, sino porque al hacerlo refuerzan el modelo de poder machista y sus dos instrumentos básicos: por un lado, la capacidad de condicionar la forma de hacer política, y por otro, el hecho de dar significado a la realidad. Las políticas podrán ser diferentes entre los partidos conservadores y progresistas, de hecho lo son, pero condicionar el significado de esas políticas es algo que nunca conseguirán desde las posiciones alternativas, por más datos que aporten datos sobre hechos concretos. Sólo el tiempo da la razón a las políticas progresistas transformadoras, como hemos comprobado con el matrimonio entre personas del mismo sexo, que se decía que era un ataque contra la familia, con la interrupción voluntaria del embarazo, que iba a suponer un incremento en el número de abortos cuando en realidad han disminuido, con la ley contra la violencia de género, al presentarla como un ataque contra todos los hombres, no contra los maltratadores y asesinos…

Mientras el machismo sea quien defina la normalidad, lo que ocurra dentro de ella será machismo.

Cuando hablo de que hay que erradicar el machismo, y no sólo manifestaciones como la violencia de género, me refiero a todo esto, a la necesidad de acabar con una cultura androcéntrica que interpreta el presente sobre el pasado para que no exista un futuro diferente.

 

La “nueva realidad”

El confinamiento no ha cambiado nada de la esencia de nuestra sociedad, pensar que porque cambian las formas se modifica el fondo es como creer que el invierno, con sus abrigos y bufandas, sus días fríos y sus noches alargadas, transforma la realidad social del verano.

Hablar de “nueva normalidad” en estas circunstancias como regreso al lugar donde escenificar la convivencia de otra forma, es un doble error. Lo es porque no debe haber vuelta atrás cuando la experiencia indica que el lugar de partida no es seguro; y lo es porque no puede ser “normal” aquello que está construido sobre la desigualdad y la injusticia.

Y es un planteamiento erróneo de origen por no entender que cuando una situación sobrevenida afecta a la normalidad, lo que hace es potenciar los elementos que la definen, no diluirlos, puesto que a nivel social “normalidad” no es diferente a “realidad”. Se produce así un hiperrealismo donde todo lo esencial aparece con mayor intensidad en aquello que define el día a día, mientras que lo que se considera menos trascendente queda relegado a posiciones alejadas que se mueven por el fondo de la realidad, ocultadas entre el camuflaje de los sucesos aislados y los hechos monótonos.

Nada de lo que ocurre durante el confinamiento es diferente a lo que sucede fuera de él: los ricos siguen siendo más ricos ante el empobrecimiento de la población, y los pobres más pobres y vulnerables; los hombres siguen siendo los líderes en este tiempo de días revueltos, y más relajados en el descanso de sus privilegios; las mujeres más confinadas en mitad de sus brechas y sus cuidados; los agresores más impunes tras las paredes silenciosas, y las víctimas más atrapadas en esta prisión del tiempo que hemos levantado en mitad de la nada.

Porque los agresores y su compañía de silencios de ayer y hoy viven este tiempo como una “tormenta perfecta”, un drama que para ellos, que son huracán violento, se presenta como un retiro en el que poder desarrollar su particular “toque de quédate en casa” en su plenitud por medio de la violencia física, de la violencia psicológica y de la violencia sexual. No hay que olvidar que la OMS recoge que en el 45% de las relaciones de pareja donde hay maltrato también se producen agresiones sexuales, lo cual se traduce en que el 7% de las mujeres de la UE haya sufrido agresiones sexuales por parte de sus parejas o exparejas, tal y como recoge el informe de la Agencia de Derechos Fundamentales (FRA, 2014).

El aumento del número de llamadas al 016 durante el confinamiento, junto con el incremento del consumo de pornografía en un 61’3%, y la subida de un 70% en las ventas de bebidas alcohólicas, son los componentes perfectos para los agresores y su barra libre de violencia, como lo es la pulsera del “todo incluido” en unas vacaciones.

Por eso no debemos hablar de “nueva normalidad”, sino de “nueva excepcionalidad”, porque la novedad no está en el fondo de la realidad, sino en las formas. Y del mismo modo que las personas no dejan de ser quienes son por llevar mascarillas, aunque no sean reconocibles a simple vista, el machismo de la normalidad histórica tampoco va a dejar de ser lo que es, aunque muchas de sus acciones y decisiones no se vean tras las paredes, los silencios o los acontecimientos del primer plano.

Si tomamos como referencia las paredes, el confinamiento ya se prolonga durante algo más de dos meses, pero si situamos la referencia en la amenaza y la violencia, las mujeres llevan confinadas miles de años tras la normalidad que dice sin pudor lo de, “estos no son sitios para una mujer” o “estas no son horas para una mujer”, limitando su libertad y responsabilizándolas de las consecuencias en caso de no cumplir con los límites. Y ese estado de excepción es el que se ha considerado “normalidad”, porque han sido los hombres y su cultura normalizadora quienes han decidido el bien y el mal para hacer del regular una justificación.

La pandemia ha puesto de manifiesto la levedad de un ser humano escondido en su vanidad y en una cultura donde parte del reconocimiento se establece sobre el “tanto tienes, tanto vales”, por eso hay muchos que tienen prisa por volver a esa “normalidad de la desigualdad”. El machismo y su concepción conservadora de la realidad ya hace ruido en mitad de este confinamiento para reforzar su modelo de sociedad, ellos no desaprovechan ninguna ocasión.

Quienes creemos en la Igualdad tampoco podemos perder la oportunidad. Si hemos llegado hasta aquí no ha sido por avanzar sobre lo de siempre, sino por transformar la realidad que suelta lastre e integra a personas diferentes, aunque en cada momento histórico el progreso haya sido una “excepción”.

Nada de más “normalidad”, necesitamos una “nueva realidad” construida sobre los cimientos y la estructura de la Igualdad y el resto de los Derechos Humanos.