La “viuda negra”


Hoy (28-9-20) prácticamente todos los medios de comunicación hacen referencia al inicio del juicio de la “viuda negra”, y sólo con esa mención todo el mundo sabe de qué va el tema. Si hubieran dicho que comienza el juicio del “saltamontes verde” nadie sabría a qué se refiere el proceso, y tendrían que leer toda la información para averiguarlo.

La simple referencia a la “viuda negra” ya permite saber que se trata de “una mujer que ha matado a su marido”, sin presunciones y sin dudas, porque llamarla “viuda negra” es llamarla asesina. Basta que una araña, la Latrodectus mactans, según leo, que habita en una pequeña parte del planeta (EE.UU., México y Venezuela), mate al macho tras la cópula, para que cualquier mujer que asesine a su marido sea conocida por esas referencias.

Y llama la atención porque la violencia asesina de los hombres contra las mujeres ha estado presente a lo largo de toda la historia, y aún en el presente, según el último informe de Naciones Unidas (Global Study on Homicide 2019), el 82% de los homicidios en las relaciones de pareja son llevados a cabo por hombres contra mujeres, sin que se haya creado una referencia ni una metáfora que pueda identificar gráficamente y de manera directa a estos hombres asesinos, que actúan una media de 60 veces cada año. No existe, por ejemplo, el término “escorpión asesino” o “alacrán criminal” que pudiera simplificar la idea de lo ocurrido y la información al decir, “el escorpión asesino de Santander ha sido condenado a 17 años de prisión”, para que todo el mundo supiera de qué iba el tema.

Más bien ocurre lo contrario, y lo que se dice de ellos es que se trata de un “buen vecino”, un “buen padre”, un “hombre muy trabajador”… como vemos en las informaciones televisivas cuando tras un homicidio por violencia de género le preguntan a alguna persona del vecindario.

La diferente forma de tratar, conceptualizar y considerar la violencia ejercida por los hombres y la violencia ejercida por las mujeres en un mismo contexto, revela la esencia de lo que es la construcción cultural de género que hay alrededor de la que llevan a cabo los hombres.

Unas diferencias que parten de los objetivos y motivaciones utilizadas desde las razones dadas por una cultura que niega, invisibiliza y oculta bajo el límite del umbral crítico de cada momento la violencia de los hombres, y que cuando superan dicho límite minimizan y justifican con argumentos que restan responsabilidad a los agresores (alcohol, drogas, trastornos mentales, maldad…) Por eso no han definido un nombre para todos estos asesinos a pesar de las miles de oportunidades que han tenido para hacerlo a lo largo de la historia, porque si lo hacen pondrían de manifiesto que hay elementos comunes en todos los homicidios por violencia de género, y que estos elementos están relacionados con la masculinidad y con el machismo; y eso es algo que no sólo no quieren reconocer, sino que buscan ocultar sistemáticamente. Su argumento siempre es el de las circunstancias y el contexto, para que cada caso sea único y ajeno al hombre que lo lleva a cabo, por eso insisten tanto en llamar a esta violencia “familiar o doméstica”, así no es el machista quien mata, sino la “fuerte discusión” o los “problemas que tenían”.

En cambio, a cada mujer que ejerce la violencia no han dudado en llamarla “viuda negra”, porque de ese modo relatan una historia común a todas ellas, la de una “mala mujer” que mata al marido en un momento de indefensión, aprovechándose se su confianza y amor para quedarse con su dinero y, muy probablemente, irse con otro hombre al que también terminará matando.

La violencia no tiene género, matan hombres y mujeres, pero el género sí tiene una violencia que hace que sean los hombres los autores mayoritarios de los asesinatos en las relaciones de pareja (82%), y que luego la sociedad lo minimice con los argumentos de su cultura androcéntrica.

 

Todos y la “falacia de la minoría”

La pregunta puede parecer extraña en su formulación, ¿quiénes son “todos”?, pero la respuesta, aunque paradójica, es muy simple en la práctica: “nadie”.

“Todos” es un concepto tan amplio que vale para todo, especialmente cuando se trata de valorar la “realidad mayoritaria de una minoría” para defender algunas circunstancias relacionadas con ese grupo. “Todos” viene a ser la puerta de atrás por la que salir del problema dejándolo dentro, la forma de evadirse aunque sea por un instante, la manera de no abordar la responsabilidad del grupo del que forma parte esa minoría irresponsable por acción y por decisión, precisamente aprovechándose de las circunstancias comunes al grupo.

Es lo que ocurre cuando se habla de la irresponsabilidad de jóvenes que incumplen las medidas sanitarias durante las horas de ocio y diversión. En lugar de centrarse en el problema y en las circunstancias que hacen que sean jóvenes divirtiéndose quienes llevan a cabo una gran parte de las conductas de riesgo ante la pandemia, se evita la realidad y se dice que “no son todos los jóvenes, sino una minoría”, como si en la crítica a esos comportamientos se hubiera dicho que es algo que hacen “todos los jóvenes”.

Es el mismo argumento que se emplea para no afrontar la realidad de la violencia de género, y cuando se habla de que los hombres que lo deciden son los responsables de esta violencia, la respuesta de muchos es que “no son todos los hombres, sino que se trata de unos pocos en comparación con el total de hombres”.

Y acto seguido, se presenta la situación como si fuera un ataque al grupo, para afirmar que se está culpabilizando a “todos los jóvenes” y criminalizando a “todos los hombres”.

Es la “falacia de la minoría”, utilizada para no afrontar la realidad ni actuar sobre el grupo con el objeto de lograr dos objetivos esenciales:

  1. Adoptar medidas específicas sobre el grupo responsable del problema (concienciación, alternativas, educación…), de manera que se avance para resolver la situación.
  2. La necesidad de implicar a todo el grupo de forma directa en la solución del problema, y evitar que se utilicen los elementos comunes para justificar las conductas que esas “minorías” llevan a cabo. Porque en los dos casos comentados, jóvenes y hombres, quienes actúan de manera irresponsable y de forma violenta, lo hacen en nombre de lo que ellos consideran que forma parte de las circunstancias y elementos de su grupo.

Cuando se trata de problemas sociales considerados serios nadie utiliza ese tipo de argumentos para minimizarlos. Así, por ejemplo, al hablar de los conductores que actúan de forma imprudente y provocan los accidentes de tráfico, nadie dice que se trata de unos pocos conductores en comparación con el total de los que cada día salen a la carretera. En esos casos se acepta que el resto de las personas del grupo deben contribuir de la forma que les sea posible (denunciando, llamando la atención al imprudente, advirtiendo del riesgo al resto…), para evitar o dificultar que quienes abusan de los elementos del grupo en su propio beneficio lo hagan. Desde fuera es muy difícil estar presente en el momento en el que se llevan a cabo esas conductas delante de otros miembros, o cuando comentan con ellos sus acciones. Y es esa pasividad y distancia del resto del grupo las que utilizan para legitimarse en lo realizado.

Es el “todos” de cada día, un concepto definido por el significado que le dan las referencias sociales y culturales bajo las ideas y valores que imponen como parte de la normalidad. Por eso los mismos que dicen que se ataca a todos los hombres cuando sólo unos pocos maltratan, o a todos los jóvenes porque un grupo reducido de ellos se salta las medidas sanitarias, no dudan en hablar sin ninguna matización ni limitación que “todas las mujeres denuncian falsamente la violencia de género”, o que “todos los menores inmigrantes son violadores y delincuentes”.

Y no es casualidad, la cultura es el todo que define cada uno de los todos. Y la cultura es definida por los hombres y esa masculinidad osada, arriesgada, prepotente y dominante, que demuestra su valor saltándose los límites e incumpliendo las pautas de su propia normalidad.

Madrid, los prostíbulos y el 8M

La Comunidad de Madrid ha tomado medidas “más estrictas” para limitar al máximo el número de contagios, entre ellas la limitación de las reuniones familiares y públicas, y la distancia en bares y restaurantes.

Sin embargo, el consejero de Sanidad, Enrique Ruiz Escudero, ha especificado que las nuevas limitaciones no afectan a los prostíbulos porque se trata de una “actividad que no está regulada” y, por tanto, está fuera de la “legalidad normativa”. O sea, la Comunidad de Madrid permite que se lleven a cabo actividades “no reguladas” y fuera de la “legalidad normativa”, como son los prostíbulos, y, en cambio, incumple con aquello que sí está regulado y es norma, como es la adopción de medidas necesarias para evitar el contagio y la expansión de la pandemia. Es decir, permite lo “alegal” y no cumple con lo legal.

Una decisión de este tipo no puede ser casual. No tiene sentido que la misma Comunidad que entra en la intimidad y privacidad de las personas para regular las reuniones familiares, no lo haga en reuniones que se llevan a cabo en actividades públicas que requieren una autorización administrativa, sobre todo cuando otras Comunidades como Baleares, Canarias, Cataluña o Castila-La Mancha sí han actuado, y directamente han prohibido las actividades de los prostíbulos.

De manera que en Madrid, tomarse una cerveza a un metro es un factor de riesgo, pero que los hombres compren un rato de poder a través del sexo con una mujer, sometida a unas condiciones de explotación que ni siquiera tienen en cuenta su salud ante una pandemia, no supone riesgo alguno.

Esta decisión, contribuye de manera directa a la continuidad de la explotación sexual de las mujeres, a perpetuar el ataque a su dignidad cuando ni siquiera se considera el riesgo que viven sobre su salud ante un problema social como la pandemia, y a fortalecer la construcción machista de poder sobre la figura del hombre todopoderoso y de la mujer sometida y disponible a sus deseos. Pero, además, la imprudencia política que conlleva la medida es enorme por contribuir de manera directa al riesgo de contagio, y por hacerlo en circunstancias en las que el rastreo y seguimiento resulta un fracaso.

La misma Comunidad que culpabilizó de la pandemia al 8M y a las mujeres, ahora contribuye a que continúen sometidas y explotadas por hombres, sólo para que estos vean satisfechos su ego y su poder.

¿Qué clase de política es esta que se ejerce sin tener en cuenta la situación de las mujeres? ¿Las culpabilizará también después, diciendo que son las responsables del desarrollo de los contagios por continuar trabajando en los prostíbulos donde se las explota, sin que la administración de la Comunidad de Madrid haga nada para evitarlo?

¿Y qué clase de masculinidad y de hombres tenemos para que a pesar de las circunstancias acudan a los prostíbulos para sentirse más hombres, con todo el riesgo que supone para la sociedad y para sus entornos? Quizás sean de los que piensan como Bolsonaro o Trump, y los atletas y los hombres de verdad no se infectan. Y si lo hacen, como sus anticuerpos son también muy machos, nada de “anticuerpos blandengues” como los de otros, pues se curarán en un par de días.

La irresponsabilidad política de la Comunidad de Madrid al no prohibir la actividad de los prostíbulos, como sí han hecho otras comunidades, es manifiesta. Si la presidenta Díaz Ayuso no quiere que las noticias e informaciones se centren en su Comunidad, lo tiene fácil; que no tome decisiones que centren el foco de la actualidad en la situación crítica que generan las medidas que adopta.

 

“Ley y orden”

La estrategia conservadora siempre ha sido clara en su planteamiento y falaz en su enunciado al decir una cosa y hacer otra en la práctica. Ahora, de nuevo Donald Trump ha tomado la iniciativa al recuperar el mensaje de la campaña de Richard Nixon en 1968 de “ley y orden” (aunque, curiosamente, después se vio obligado a dimitir por actuar fuera de la ley). La idea no es muy diferente a la del resto de partidos conservadores cuando presentan las iniciativas de izquierda y las alternativas que proponen como un caos destinado a atacar las instituciones, la familia, la iglesia, a la propia política para convertirla en un “régimen bolivariano”, o hasta a la misma nación con la llegada de extranjeros que vienen para acabar con nuestra identidad… Y su respuesta es clara: ley y mano dura frente a todo eso.

La estrategia, como se puede ver, es nítida: ley y orden, pero con un “pequeño matiz”, debe ser “su ley” y “su orden”. Si una ley, por ejemplo, desarrolla medidas para lograr la Igualdad, entonces no hay que cumplirla; si una ley actúa contra la violencia de género, no hay que tomarla en serio y hay que presentarla como una amenaza contra los hombres; si una ley desarrolla un modelo educativo diferente, no debe ser tenida en cuenta por adoctrinadora; si la Constitución dice que hay que renovar las instituciones y a ellos no les viene bien, todo puede esperar al margen de la legalidad… porque para ellos es su orden el que define la ley y la realidad, y no el orden democrático quien decide cómo debe ser la convivencia y la manera de relacionarnos en una sociedad libre, plural y diversa en la que su posición es una más, por muy amplia que sea.

Esa superioridad moral de la que parten es la que permite dar por válido un sistema con una cultura y una estructura social basada en la desigualdad, construida sobre la idea de que determinados elementos y características son superiores a otros. De manera que las personas y circunstancias que tengan esos elementos deben ocupar una posición superior y desarrollan funciones desde la responsabilidad basada en su teórica superioridad. Y, efectivamente, el resultado es orden, pero un orden artificial y falaz que parte de la decisión previa de dar más valor a los elementos propios. Y en ese orden ser hombre es superior a ser mujer, ser blanco superior a ser negro o de otro grupo étnico, ser nacional superior a ser extranjero, ser heterosexual es superior a ser homosexual… Y como el orden es ese, pues la ley que se desarrolla es la que se necesita para mantenerlo y defenderlo de lo que consideran iniciativas particulares que surgen desde cada uno de los “elementos inferiores”, es decir, de cualquier propuesta que surja para corregir la discriminación que sufren quienes son considerados inferiores: mujeres, negros, extranjeros, homosexuales… que además se presentan como iniciativas fragmentadas y dirigidas sólo a cuestiones limitadas a esos grupos de población, no como algo común para toda una sociedad democrática.

La construcción de ese marco de “ley y orden”, además de presentar “su ley y su orden” como referencia común para toda la sociedad, tiene una segunda consecuencia tramposa de gran impacto para desacreditar cualquier alternativa.

La asociación es muy simple: si yo soy la ley y el orden, todo lo demás es caos e ilegalidad. Desde esa posición no aceptan que otras alternativas a la suya supongan un marco de “ley y orden”, por eso agitan el miedo con sus mensajes para que la sociedad asocie que las posiciones conservadoras son el orden y las alternativas progresistas el caos. Este contexto es el que se ha utilizado para hablar de un gobierno democrático como “gobierno ilegítimo”, o llamar “anti-constitucionalistas” a partidos democráticos que no encajan en “su orden”. Y de ahí continuar con su razonamiento hasta llegar al “desorden” que supone romper España con los separatistas y los herederos de los terroristas, argumentos similares a los que utiliza Trump contra el Partido Demócrata y Joe Biden ante la reacción social frente a una violencia policial contra la población afroamericana, que en lugar de ser considerada como racismo policial, se entiende como parte del “orden establecido”.

Y es una estrategia que funciona. Y funciona porque juega con los valores tradicionales, con la tendencia continuista de cualquier sociedad, y con la estructura de poder que supone articular la sociedad sobre los elementos de desigualdad que hemos comentado. A partir de ahí, usar el miedo bajo la amenaza de perder las referencias históricas que nos han definido por los “ataques” lanzados desde posiciones particulares, resulta sencillo.

No debemos caer en la trampa conservadora que lleva a apropiarse de la patria, las instituciones, la historia, la ley y el orden. Porque en una sociedad democrática la ley la dicta el Parlamento en tiempo real, no la historia desde el pasado; y el orden es la consecuencia de la convivencia en democracia, no el resultado de la costumbre y la tradición.