No sólo genios

Las críticas que desde el feminismo se han hecho sobre Diego Armando Maradona por los episodios que lo relacionan con la violencia de género y los contactos sexuales con chicas que podían ser menores de edad, han generado a su vez una reacción contra quienes cuestionan el recuerdo del jugador, sin pararse a ver cuál es la base de ese cuestionamiento del ídolo.

Los reproches hacia el reconocimiento a Maradona se dirigen al hombre que utilizó su posición para hacer uso de las conductas de poder que la sociedad otorga a los hombres, a todo aquel que lo decida, cada uno dentro de las circunstancias que definen su situación y, por tanto, con formas muy distintas de llevarlas a cabo, pero no son diferentes a lo que el modelo de sociedad androcéntrico facilita a los hombres desde la “normalidad”. Ninguna de las conductas criticadas a Maradona es exclusiva de él ni de la gente de alto status, son muchos los hombres que las llevan a cabo con independencia de su nivel económico o situación, aunque lo hagan en escenarios muy diferentes. Lo que hizo Maradona con los pies fue único, pero lo que hizo con las manos no.

Lo que se pone en cuestión es esa normalidad en la que se produce la violencia contra las mujeres, no la excepcionalidad de la grandeza del un hombre o jugador concreto ni su capacidad profesional.

Son muchos los hombres que han cometido delitos o han desarrollado actividades ilícitas desde posiciones de referencia y poder, nadie los ha cuestionado más allá de la crítica o condena a dichos actos. Tampoco nadie ha hablado de claroscuros en sus vidas, todo estaba claro, su función profesional y sus actividades ilícitas.  

Con Maradona también ha estado todo claro, como con Harvey Westein, Roman Polanski, Plácido Domingo, Dominique Strauss-Kahn, el reciente escándalo del escritor francés Gabriel Matzneff… sin embargo, cuando nos referimos a la violencia de género con frecuencia se habla de “claroscuros”, no porque no esté todo claro, sino porque se intentan crear zonas de oscuridad donde mantener los episodios de la violencia para no cuestionar al personaje. 

De Maradona no se ha cuestionado, en sentido de rechazo a los homenajes, el consumo de drogas, sus comportamientos o sus negocios, lo que se ha cuestionado desde el feminismo son los episodios de violencia de género que han trascendido. Y se cuestionan porque el personaje público no sólo es inseparable de esas conductas en privado, sino porque las ha hecho y se han valorado por parte de la sociedad teniendo en cuenta su condición de personaje público, no como si fuera un ciudadano más.

Porque es ese Maradona al que se admira, a todo él, aunque no se comparta lo que hizo en privado y se ponga el énfasis en lo que fue y significó su carrera como jugador de fútbol. Pero si Maradona sólo hubiera sido un grandísimo jugador, como lo fue Pelé, Johann Cruyff o Alfredo Di Stefano, se le recordaría como se les recuerda a ellos, no como el hombre que fueron, sino como los jugadores que compitieron.

A Maradona se le recuerda del todo, no a trozos, y es en ese todo donde lleva la necesaria crítica a sus conductas respecto a las mujeres. Hacerlo no es un ataque, sino una responsabilidad para que otros hombres vean en él el ejemplo del jugador no el del hombre, y para que se entienda que la violencia de género se ejerce desde la normalidad que define al hombre que la lleva a cabo, no sobre circunstancias excepcionales ni contextos extraños

El problema de la violencia de género está en su aceptación bajo argumentos de todo tipo, algo que debemos erradicar. Por eso es necesario que la sociedad sepa que un gran profesional no es incompatible con el hecho de que sea un maltratador, y así evitar caer en la trampa que presenta esas dos situaciones como incompatibles, o en la de justificar una conducta con la otra, como si lo “malo” de la violencia se pudiera compensar con lo “bueno” de los logros profesionales y lo que conllevan. Maradona habría sido el mismo grandísimo jugador sin los episodios de violencia de género conocidos; habría sido el mismo genio sin ese “mal genio”.

Pero nada es casualidad, esta es una de las estrategias del machismo para mantener en vigor su modelo con la violencia contra las mujeres oculta entre las circunstancias. Por eso se intenta separar la violencia de todo lo demás, hasta el punto de afirmar, como vemos con frecuencia, que “un maltratador es un buen padre”, o negar la agresión sexual del caso de “la manada”, como se hizo, porque entre los cinco agresores había un soldado y un guardia civil.

Separar la violencia del hombre que la ejerce es mantener la violencia contra las mujeres, y la masculinidad que lleva a muchos hombres a maltratar.

El factor tiempo

En el año 2013, la entonces directora de la OMS, Margaret Chan, afirmó que “la violencia de género es un problema de salud de dimensiones epidémicas”. Hoy ya sabemos lo que es una epidemia y una pandemia, pero una gran parte de la sociedad continúa sin saber lo que es la violencia de género y lo que significa.

Los dos elementos básicos que definen una pandemia son el territorio afectado y el tiempo en el que se produce esa afectación, un tiempo reducido que presenta el problema con una evolución aguda, y genera dificultades en la respuesta por el factor sorpresa que lo acompaña. 

La pandemia por el Covid-19 ha afectado a día de hoy a unos 60 millones de personas, y la violencia de género en las relaciones de pareja, según la prevalencia dada por la OMS, en la actualidad afecta unos 70 millones de mujeres, solo en la pareja, sin contar otras formas de violencia de género, como por ejemplo, la mutilación genital femenina, con 200 millones de mujeres y niñas mutiladas y 3 millones de nuevos casos cada año, o los matrimonios forzados con más de 650 millones de casos en el momento actual.

Y lo terrible de la situación es que lo que define esta violencia, que es su presencia histórica, es considerado como un factor menos grave respecto a un problema que evoluciona de forma aguda, como sucede con la pandemia. Está claro que ese carácter sorpresivo es un factor de gravedad, pero lo es por la falta de respuesta, no por su significado, puesto que si hubiéramos tenido un tratamiento y una vacuna, el problema del Covid-19 se habría resuelto en poco tiempo.

La presencia continuada de la violencia de género a largo de la historia debe ser tomada como un factor de mayor gravedad, puesto que demuestra la existencia de toda la injusticia social que ha creado el machismo, así como la connivencia y complicidad con ella por no haber hecho lo suficiente para erradicarla. Más bien ha ocurrido lo contrario, y siempre se han buscado argumentos para justificarla o minimizarla, como ahora ocurre con el “negacionismo”.

Un ejemplo de esta construcción es el bajo nivel crítico de la sociedad y el diferente posicionamiento de hombres y mujeres ante la violencia de género.

No tiene sentido que ante una realidad tan grave y objetiva como la violencia de género, con 1074 mujeres asesinadas en 17 años y 37 niños y niñas en siete, con más de la mitad de las mujeres (57’3%) habiéndola sufrido junto al silencio y la invisibilidad, la conciencia crítica de la sociedad sea tan baja. En el barómetro del CIS de del mes de octubre el porcentaje de población que incluye la violencia de género entre los problemas graves tan sólo es del 0’6%. Y si nos acercamos a lo que ven hombres y mujeres comprobamos que es completamente diferente, pues sólo el 0’4% de los hombres la consideran entre los problemas graves, mientras que las mujeres lo hacen en el 0’8%. Es decir, el doble de mujeres la ven grave respecto a lo que perciben los hombres.

¿Es que los hombres no viven la misma realidad?, ¿es que la gravedad de los hechos sólo la miden por cómo les afecta a ellos?, ¿es que no ven tan grave que otros hombres maltraten para que todos mantengan sus privilegios?

Todo ello demuestra, una vez más, la construcción machista de la violencia de género y cómo son muchos los hombres que están detrás de ella, bien como beneficiarios directos o como receptores de sus consecuencias. Si no fuera así habría muchos más hombres posicionados directamente en contra de ella y a favor de la igualdad, y habría más hombres que, aun sin posicionarse, verían la gravedad de una violencia que asesina cada año a 60 mujeres.

Cuando los problemas se caracterizan por la presencia continuada no hay distancia posible en la que refugiarse. En esas circunstancias la estrategia no puede ser aislarlos en los contextos particulares donde aparecen, porque cada uno de esos contextos solo es el lugar donde se presenta en un determinado momento, puesto que la causa está en todos lados, en cualquier lugar. 

Tenemos el ejemplo cercano con la pandemia y el virus de la Covid-19, que se ha convertido en un elemento más de nuestra realidad. Ante la presencia continuada el abordaje debe ser global, reduciendo los factores de riesgo en distintos contextos, pero no limitándonos a ellos. Por dicha razón la prevención pasa por esa triple recomendación basada en la distancia social, en el  lavado de manos ante el posible contacto con el virus, y en el uso de la mascarilla ante la posibilidad de que se pueda producir un contagio desde las fuentes de infección.

El machismo y su violencia está presente en la sociedad de manera continuada e invisible, y como no hay un elemento que sea capaz de acabar con él de forma inmediata, debemos adoptar medidas que impidan el “contagio” similares a las de la pandemia, hasta reducirlo y hacerlo desaparecer.

La distancia social se corresponde con la educación, la crítica y las campañas que impiden desde lejos que las estrategias machistas, con toda su parafernalia revestida de normalidad, puedan llegar hasta la cercanía de las personas y causar esa infección en forma de control y violencia. La mascarilla es equivalente a la conciencia crítica y permite mantenerse al margen del maltratador y de sus redes que normalizan la violencia a través de los mitos del amor romántico y de todos los estereotipos que minimizan, justifican y presentan como parte de la relación lo que son estrategias de control. Y el lavado de manos es la respuesta ante el contacto con la realidad infectada por el machismo. Un lavado de manos que exige dejar atrás ese contacto por medio de la separación, de la denuncia, y de la atención profesional. 

De ese modo, con educación, conciencia crítica y separación, que serían los equivalentes a la distancia social, la mascarilla y el lavado de manos de la pandemia, también se reducirá el número de casos de violencia por 100.000 habitantes y el número de machistas por metro cuadrado.

El tiempo siempre ha sido el aliado del machismo para integrar dentro de la normalidad lo que en cada momento histórico se presentó como una cuestión grave y aguda. Y ahora no es diferente.

Dentro de dos años, según nos dicen, habremos recuperado las referencias anteriores a la pandemia, pero el machismo continuará si no hacemos algo más para erradicarlo. Pongamos “distancia, mascarillas y agua” también contra el machismo, o sea, educación conciencia y atención, y lo conseguiremos.

El terrorismo y el género

ETA, una banda terrorista y cruel del pasado, asesinó en 42 años a 855 personas. La violencia de género, una violencia cruel y terrible del presente, ha asesinado a 1072 mujeres en 13 años, y a 37 niños y niñas en siete; sólo en el contexto de las relaciones de pareja. A pesar de esta objetividad, los mismos que echan en cara al Gobierno “pactar” con los que llaman “herederos de ETA”, son los que niegan la existencia de la violencia que hoy, y cada día, sufren las mujeres, sus hijos e hijas.

Una violencia de género que en sus diferentes formas ha golpeado a más de la mitad de las mujeres de nuestro país, concretamente al 57’3%, según la Macroencuesta 2019, y que cada año lo hace sobre más de 2 millones como maltrato en la pareja, sobre unas 400.000 como violencia sexual (dentro y fuera de la pareja), y sobre más de 2 millones como acoso sexual.

Cualquier crítica que se haga sobre ETA es comprensible a raíz de lo que supuso la banda terrorista, lo que resulta sorprendente es que quienes hacen esa crítica sobre la banda terrorista que dejó de existir hace 9 años, sean los mismos partidos y posiciones que niegan la existencia de una violencia que ha asesinado a más mujeres que la banda criminal en la cuarta parte del tiempo de su existencia, y que todavía hoy sigue existiendo, agrediendo y matando a las mujeres.

Unas posiciones y partidos que, además, presentan las leyes democráticas dirigidas a erradicar la violencia de género como una amenaza para los hombres, y hablan de que son criminalizados al mismo tiempo que niegan la amenaza y el terror que viven muchas mujeres.

La violencia, como bien recoge la OMS, no solo es el uso de la fuerza física, sino que sobre ella está la utilización del poder. Y ese poder como capacidad de imponer, determinar, controlar o de amenazar a través del posible recurso a la agresión, es el que condiciona la vida de las mujeres en las relaciones de pareja y en la sociedad. Todo ello gracias a la construcción de una cultura machista que da por válidas y generales las referencias impuestas por los hombres para su beneficio particular, como, por ejemplo, contar con la comprensión, justificación y minimización de la violencia que usan contra las mujeres.

Por eso, ahora que hemos conocido el impacto del confinamiento y de la restricción de la movilidad en nuestras vidas, deberíamos de ser capaces de empatizar con las mujeres, y comprender sus miedos e indignación cuando todavía tienen que escuchar como consejo para que no ser agredidas, expresiones del tipo, “esas no son horas para una mujer”, “esos no son sitios para una mujer”…

La sociedad ha establecido durante siglos un confinamiento social y un toque de queda funcional para las mujeres, bajo la advertencia de que superar esos límites se puede traducir en violencia de género contra ellas, especialmente dentro de la esfera de la violencia sexual, y contar luego con un argumento para responsabilizarlas por haber superado los límites establecidos. En ningún caso se cuestiona la construcción machista de esos límites ni a los hombres que actúan bajo esas referencias, como hemos visto en numerosas ocasiones, entre otras, por ejemplo, en el caso de “la manada” con los ataques y críticas a la víctima, y con toda la campaña en apoyo y defensa de los cinco hombres violadores, incluso desde instituciones como el Parlamento de Andalucía y la Universidad de Santiago de Compostela.

El rechazo a los hechos y las condenas individuales no cuestiona la construcción cultural que da lugar a ellos, sino que son utilizadas como justificación para reforzar un modelo de sociedad que posibilita la violencia de género, y que luego se da por satisfecho cuando condena a unos pocos hombres; puesto que la mayoría de los casos no se denuncian, y de los que se denuncian la mayoría no termina en condena.

El negacionismo de la ultraderecha con el acompañamiento de la derecha demuestra la construcción cultural machista que hay detrás de todo ese entramado, y la estrategia para que no se alcance la Igualdad con el objeto de que el modelo de poder androcéntrico no se vea debilitado ni agitado.

Resulta inadmisible la negación de la violencia de género que hacen desde esas posiciones, y que quien actúa desde las instituciones democráticas presente a una ley orgánica aprobada por unanimidad como una amenaza para los hombres y la convivencia. Sin duda, esta situación describe muy bien la ideología y los intereses de estos partidos, y de muchos que los apoyan desde su machismo interesado y beligerante.

No será terrorismo en sentido tradicional, pero sí es terrorífico para una democracia.

“De mayor no quiero ser como mi papá”

Más de un millón seiscientos mil niños y niñas viven en hogares donde sufren las consecuencias de la violencia de género que ejercen sus padres sobre sus madres, son datos de la Macroencuesta de 2019. Respecto a la Macroencuesta de 2011 se ha producido un importante incremento en el número de menores que viven bajo esta violencia, lo cual indica que el silencio que la envuelve habitualmente se traduce en impunidad y en más violencia.

El impacto de la violencia de género sobre los hijos e hijas es profundo. Produce alteraciones en el plano físico y psicológico que, además del daño que ocasionan, actúan como el “mejor aprendizaje” para reproducir la violencia en el futuro. Beatriz  Atenciano, en un trabajo publicado en 2009, hace una revisión científica de las consecuencias que produce en los hijos e hijas la exposición a la violencia de género, y describe alteraciones como ansiedad, depresión, baja autoestima, abuso sexual… recogiendo otros estudios que muestran que también ejercen conductas violentas hacia otros niños en el 53%, violencia contra las madres en el 22’5%, bajo rendimiento escolar en el 25%, tristeza y aislamiento en el 30%, y miedo al maltratador en el 27’5% (Patró y Limiñana, 2005). Al final destaca que en la mayoría de los casos en los que hay violencia contra la madre también la ejercen contra los hijos e hijas.

Llamar a atención sobre esta realidad no solo es necesario, sino que, además, es una responsabilidad y una obligación para evitar que los padres maltratadores sean quienes se aprovechen del desconocimiento general, e instrumentalicen a sus hijos al ocultar su violencia en la invisibilidad del silencio.

No es casualidad que quienes se sienten ofendidos por una campaña que le da voz a un niño que dice de su padre maltratador que no quiere ser como él, sean los que niegan la violencia género y los que piden que se denomine violencia intrafamiliar, para esconder detrás de esa familia a quienes ejercen la violencia contra sus miembros. Porque son los hombres y los padres los que mayoritariamente ejercen la violencia dentro de los contextos de relación.

Por eso los que no dudan en presentar a los menores extranjeros, a todos, como violadores y delincuentes, y a las mujeres que denuncian, a todas, como autoras de un delito de denuncia falsa, son los mismos que interpretan que hablar de los hombres que maltratan es “criminalizar a todos los hombres”. Una posición que resulta llamativa porque no piden que la campaña especifique mejor que sólo se trata de los “hombres maltratadores”, sino que directamente exige que se retire y que no se hable del tema.

¿Qué interés tienen los “hombres no violentos” en que no se hable de los “hombres violentos”?

Su egoísmo y narcisismo es insaciable, pero no es un accidente. Cada vez son más los estudios que muestran que el lugar más lejano al que miran muchos hombres es su ombligo, porque eso es el machismo, no sólo todo lo relacionado con el sexismo, este es su esencia, pero no acaba en él. Por eso buscan su interés personal por encima del de cualquier otra persona y situación. Un ejemplo cercano de este posicionamiento androcéntrico lo vemos en los estudios sobre la intención de voto en las elecciones de Estados Unidos, lo cuales, como el recogido en el artículo de Michael Sokolove en The New York Times (23/10/20), reflejaron que los hombres votan más pensando en sus intereses particulares y en  lo que les afecta a ellos, mientras que las mujeres lo hacen primando el bienestar de la comunidad y la nación. 

Y en una construcción de poder como esa se prefiere que cualquier persona sufra antes de que alguien pueda hacer entender que los hombres tenemos una responsabilidad en los males que ocasionan hombres.

La pasividad de los hombres ante la violencia de género que asesina a 60 mujeres y a 5 niños y niñas de media cada año, y maltrata a más de 2 millones de mujeres y a más de 1’6 millones de menores (Macroencuesta 2019), demuestra su responsabilidad por omisión, pero también refleja que los maltratadores no son todos los hombres, aunque sí muchos más de los que aparecen en las estadísticas.

La ultraderecha que pide el “pin parental” en los colegios para que no se hable de Igualdad ni de nada relacionado con la prevención de la violencia de género, tampoco quiere que se hable en la sociedad de una realidad que cuestiona su modelo androcéntrico, pero el resto de las fuerzas políticas y la sociedad debemos hablar bien alto para acabar con la invisibilidad y el silencio impuesto históricamente.

Y los niños también deben hablar para decirle a un padre maltratador que no quieren ser como él, y la sociedad y las instituciones debemos ayudar a esos niños para que no lleguen a ser como sus padres maltratadores, y dejen de lado la violencia que han vivido en sus hogares. Ya se le dio voz a los niños y a las niñas en el Ministerio de Igualdad en la campaña de 2008 cuando un niño decía, “Mamá, hazlo por nosotros, actúa”.

¿Qué se supone que debe hacer un hijo que ve cómo su padre destruye la vida de su madre, la de sus hermanos y hermanas y la de él? ¿callar? ¿decir que quiere ser como él?. Los primeros en darse cuenta de que un maltratador no es un buen padre son sus propios hijos e hijas.

Por eso ahora también se le ha dado voz a los niños que viven la violencia de género cada día, por lo cual felicito al ayuntamiento de Córdoba y le pido que recupere la campaña para que la sociedad tome conciencia de la dimensión, trascendencia y consecuencias que producen los hombres cuando maltratan a las mujeres, y cuando esa violencia impacta sobre los niños y las niñas que viven en el mismo hogar. Un impacto que ha llevado a que algunos hijos e hijas hayan llegado hasta “quitarse” el apellido paterno.

Si los padres quieren que sus hijos se les parezcan lo tienen muy fácil, que no maltraten y que sean ejemplo de una paternidad afectiva y responsable. Y el resto de los hombres debemos querer que sea así y no callar sobre los hombres que maltratan.

“American way of voting”

Lo del “American way of life” parecía que nos abría una puerta a la libertad. Ese “viste como quieras”, “bebe Coca-Cola”, “se tu mismo”, “nos vemos en McDonalds”, “tú eres el King”, el “hombre hecho  a sí mismo”… y todos los demás mensajes del “modo de vida americano” homogeneizaron ocio, costumbres y organización social en cualquier lugar del planeta bajo la apariencia de la libre elección, cuando en realidad era la imposición del mercado dominado por la economía estadounidense, y de un sueño americano del que aún no nos hemos despertado, aunque se haya transformado en una pesadilla.

Da igual el rincón del planeta donde estemos, siempre veremos alguna publicidad, un centro comercial o una cadena igual a la que te puedes encontrar en cualquier otro lugar, reproduciendo el original americano.

Todo puede parecer muy superficial, casi anecdótico, pero la mella que ha hecho ese “American way of life” ha llegado a lo más profundo de nuestras instituciones y organizaciones, también a la ciencia y a la medicina, no solo a las relaciones sociales. Y una de las principales consecuencias la ha tenido en la política y en la forma de organizar el trabajo de los medios de comunicación a la hora de desarrollar la información y el entretenimiento bajo el modelo de grandes plataformas.

Hoy se opera aquí como se hace en los quirófanos americanos, se investiga como en sus laboratorios, y se desarrollan estrategias de comunicación como se hace en Estados Unidos para presentar la realidad sobre la que la política tiene que actuar, y difundir la imagen diseñada de los políticos que han de desarrollarla.

Las elecciones americanas son el reflejo de toda esa realidad social, y deberíamos de saber por experiencia que la tormenta que levanta el aleteo de una mariposa casi nunca viaja de oriente a occidente, sino que suelen hacerlo de oeste a este, y si lo que sopla allí es directamente un torbellino aquí será un huracán.

Lo ocurrido con Trump en 2016 desencadenó la llegada de Bolsonaro a la presidencia de Brasil, la normalización de la ultraderecha en Latinoamérica, y el repunte de la ultraderecha en Europa, facilitando la llegada de Vox a las instituciones españolas.

Y las políticas de Trump durante estos cuatros años y su estrategia basada en la mentira, bien sea a través de bulos, fake news o posverdades, es la misma que ha definido en España la política conservadora y las líneas de los medios de comunicación afines.

Por eso debemos de estar muy pendientes ahora de lo que sucede con las acusaciones de fraude electoral por parte de Trump, y el enfrentamiento entre los sectores de una sociedad polarizada que ve a la otra como enemiga y causante de todos los males que que existen.

La estrategia conservadora es una estrategia androcéntrica, no debemos olvidarlo, y como tal, la forma de resolver los conflictos es generar más conflictos, porque es en ese conflicto superlativo donde pueden utilizar todos los elementos de poder formal (leyes, políticas, policía, restricciones, toques de queda…) y los de poder informal (bulos, justificaciones, defensa de valores, instrumentalización de la patria, protección ante “comunistas”, “feministas”, “extranjeros”…)

Trump y quienes están detrás de él pueden ser autoritarios, irresponsables, narcisistas, prepotentes… pero no son tontos.

Sus estrategias están muy bien diseñadas, y del mismo modo que hay que procurar evitar que las ponga en marcha, una vez que lo están no se debe caer en su trampa del enfrentamiento, sino que se deben abordar con los instrumentos democráticos.

Lo de Trump al no aceptar el resultado de las elecciones no es muy diferente a lo que vemos en España de la mano de la ultraderecha y la derecha cuando hablan de gobierno ilegítimo, de Gobierno criminal, de régimen “bolivariano” y “comunista”, o cuando afirman que quiere romper la nación… sólo cambian las formas y los argumentos, pero el resultado es igual: polarización y enfrentamiento.

La mecha ya está encendida. Lo hizo Trump en 2016, y ahora soplan vientos para que corra más rápido. Sin conflicto social y sin percepción de amenaza no crecerá el miedo necesario para presentar sus propuestas como soluciones salvadoras y patrióticas.

Las malas experiencias del “American way of life” deben de ayudarnos a evitarlas, no a imitarlas.

La “República Bananera” de Donald Trump

La idea de una república bananera ha quedado representada en nuestro pensamiento por la imagen de las “bananas” y el ambiente tropical donde crecen, como si fueran el clima y sus consecuencias los responsables de los problemas que justifican la respuesta autoritaria que define la política del país.

Donald Trump nos ha dado una nueva lección política al demostrar que quien define una “república bananera” no es el clima ni su gente, sino el líder autoritario que utiliza el poder y el sistema para beneficio propio.

Donald Trump ha utilizado la estrategia de presentar las críticas a la situación social que vive EE.UU. (desigualdades, racismo, movimientos violentos de ultraderecha, inmigración, sistema sanitario, relaciones internacionales, crisis de la pandemia…) como si no formaran parte de la realidad y sólo fueran quejas de sus oponentes. De ese modo, se presenta como salvador bajo la amenaza de que si no es él el presidente todo será caos y violencia. Una estrategia que no resulta muy lejana a la del militar bananero que justifica los problemas en su país para dar el golpe que lo sitúa en el poder, y desde allí tratar al pueblo como el niño incapaz de alcanzar la trascendencia de los acontecimientos, diciéndole que los votos “los carga el diablo”.

El mensaje que ha lanzado Trump en su tuit, sin esperar siquiera al resultado del recuento de votos, alertando del “fraude de las elecciones y el robo de papeletas durante el escrutinio”, al margen de mostrar sus escasas dotes democráticas, resulta algo más que imprudente, porque es él quien tiene todo el mando institucional para impedirlo y detener a los responsables de cualquier deriva en ese sentido. Su propia pasividad ante los hechos que denuncia lo hace responsable y demuestra su falacia e intención de perpetuarse en el poder por encima de las reglas democráticas.

Conozco Estados Unidos y a una parte de su institucionalidad porque he desarrollado gran parte de mi actividad investigadora en la academia del FBI en Quantico, Virginia; y lo que siempre me ha costado entender no es que Trump ganará las elecciones en 2016, al final era el candidato de un partido que representa prácticamente a la mitad de la población, por lo que la posibilidad de ser elegido era alta. Lo que me sorprende y no termino de entender es cómo el Partido Republicano, con todas las personas que lo forman y con los grandes líderes y lideresas que lo integran, pudo elegir como candidato a una persona como Donald Trump, capaz de ejercer la presidencia del mismo modo que actúa como empresario y como showman.

Pero si analizamos el contexto social vemos que tiene algo de sentido. El problema que tienen las posiciones conservadoras en cualquier lugar del planeta es que su modelo se ha agotado y que la mentira sobre la que se alza ha sido descubierta y contrarrestada.

Toda su construcción se basa en dos hechos esenciales, uno de carácter estructural sobre los elementos identitarios, y otro de naturaleza funcional para alimentar al sistema.

  1. El primero de ellos es la falacia que presenta que la condición de determinados grupos de la población es superior a la de otros, los cuales no solo son diferentes, sino que además son considerados inferiores. Así, por ejemplo, desde la debilidad mental y la incapacidad física de las mujeres, hasta la inhumanidad de la población negra a la que le negaban el alma y la inteligencia, han sido elementos básicos de su estructura social identitaria.
  2. El segundo de ellos es su economía, el elemento que ha permitido mantener el impulso de la sociedad bajo este esquema sin cuestionar en exceso los elementos que lo configuran. Y esta economía viene definida por un capitalismo explotador que ha agotado todos los recursos, desde los naturales a los humanos, pero ya sin lograr un rendimiento capaz de contentar a la sociedad en general. Por eso ahora da un paso más  con el “capitalismo digital” en el plano tecnológico, para seguir incorporando beneficios a los grupos más poderosos, y al mismo tiempo se acompaña de un repliegue autárquico para satisfacer las necesidades de los grupos de población que les dan el poder a través de sus votos.

La transformación social y los planteamientos progresistas no solo aportan alternativas a su modelo, sino que demuestran la falacia de su fundamento.

Ya nadie repara en que el argumento utilizado para que las mujeres no fueran a la escuela, no estudiaran en la universidad, no votaran… fue que no eran capaces ni tenían las condiciones para poder hacerlo. El mismo razonamiento que se utilizó para las personas negras y otros grupos discriminados.

Todo era mentira, como es mentira toda su posverdad y su “fake-realidad”. El descubrimiento de esa falacia como estrategia es lo que da pie a la reacción conservadora y el repliegue sobre las posiciones tradicionales androcéntricas.

Trump es un buen presidente para toda esta gente, como lo puede ser Bolsonaro en Brasil o la ultraderecha en España o en otro país, el problema es que las sociedades democráticas se caracterizan por el progreso, y el progreso siempre supone soltar el lastre del machismo y su injusticia, no fundar nuevas “repúblicas bananeras”.

Hombres y disturbios

Nada ayuda a encontrar un retrato robot o un perfil en los disturbios que han ocurrido estos días; ni las ciudades, que se mueven desde Barcelona a Logroño y desde Ibiza a Vitoria; ni los barrios donde se han llevado a cabo, unos son obreros de la periferia y otros del centro urbano; tampoco los grupos, algunos con miembros de la ultraderecha y de “comandos” antisistema, otros de “negacionistas” y ultras de equipos de fútbol; ni tampoco las acciones que realizan, unas veces altercados con quema de contenedores y destrozos del mobiliario urbano, y otras con saqueo de comercios.

Nada lleva a encontrar elementos comunes más allá de la violencia, tal y como destacan las informaciones y los atestados elaborados, lo cual demuestra la ceguera sobre el elemento común a todos ellos, que es el hecho de que la mayoría de las personas que integran estos grupos violentos son hombres.

Y lo sorprendente de esa amaurosis social incapaz de ver ese elemento común, no es porque no sean conscientes de que la inmensa mayoría de esos violentos son hombres, sino que dan por hecho que lo son como parte de la normalidad. 

La misma sociedad que niega la relación entre masculinidad y violencia es la que asume que la mayor parte de las personas violentas, en grupo o actuando de forma individual, son hombres. Esta situación es el reflejo de la paradoja que revela la aceptación de ese modelo, no su desconocimiento, y que toda la estrategia basada en la “falacia de la minoría”, que recurre al argumento de que son “unos pocos” frente a la mayoría, es verdad se trata de un razonamiento más para defender el modelo minimizando sus consecuencias.

Esa idea de reducir el daño abordando el resultado, en realidad supone mantener las circunstancias causales que siempre producen consecuencias negativas y dolor en sus distintas expresiones, aunque la respuesta puntual a cada suceso mejore.

¿Ustedes creen que estos hombres violentos capaces de destrozar el mobiliario urbano, saquear comercios, atacar a la policía… son personas que cuando tienen un conflicto con sus parejas dialogan de manera razonada, o que aceptan otras posiciones y las ideas de otras personas que no piensan como ellas?

Son hombres sembrados de violencia que la masculinidad tradicional ha introducido para que se comporten de manera coherente con su hombría, y para que el resto de los hombres de esos grupos los reconozcan como más hombres, pero también para que, según su modelo y sus preferencias, demostrar su virilidad ante las mujeres de su entorno.

Por eso hay una retroalimentación positiva hacia la violencia,  de manera que aquel hombre que lanza los mensajes más violentos en la reuniones y en la redes suma puntos, el que en las protestas se pone en primera línea frente a la policía suma puntos, el que les arroja un adoquín suma puntos, el que vuelca un contenedor suma puntos, el que luego le prende fuego suma puntos; y si alguien lanza un cóctel molotov al furgón de la policía suma muchos puntos, lo mismo que los que rompen los escaparates de los comercios, los que destrozan cajeros, o los que saquean tiendas…

Todo forma parte de una violencia donde el factor masculino es la clave en su inicio, desarrollo y valoración final.

Y el hecho que demuestra que forma parte de ese modelo androcéntrico en el que la violencia aparece unida al poder, es la utilización que se hace de los disturbios. Por eso la ultraderecha culpa a extranjeros y a la izquierda con el objeto de defender sus ideas, miembros de la izquierda culpan a la ultraderecha para reforzar sus posiciones, los antisistema culpan a las decisiones del Gobierno, y los comerciantes a la deriva de una pandemia cada vez más descontrolada.

Que la mayoría de los protagonistas de la violencia en los disturbios sean hombres, no significa que la mayoría de los hombres sean violentos, intentar cambiar el sentido del argumento, como habitualmente sucede cuando se plantea la relación estrecha entre hombres y violencia, confirma esa relación y el interés en desmarcar de la masculinidad la violencia que muchos hombres utilizan de manera voluntaria en las circunstancias que ellos deciden.

La Universidad de Granada está desarrollando en estos momentos un curso (gratuito y con la matrícula abierta hasta el 16 de noviembre), sobre “Masculinidad y violencia”, donde se estudia esa realidad histórica común en todo el planeta, hasta el punto de que el 95 % de los homicidios son cometidos por hombres (ONU,2013), y en el que se analizan todas las circunstancias que permitan avanzar hacia la erradicación de los factores estructurales que llevan a los hombres a utilizar la violencia como una opción válida a pesar de las consecuencias.

Nada es casualidad cuando se habla de masculinidad y violencia, en el momento actual, a un día de las elecciones presidenciales americanas, ya se está planteando la posibilidad de que grupos de hombres armados y violentos actúen con violencia para generar disturbios si el resultado no se corresponde con lo que ellos consideran que debe ser. Y no se trata sólo de una cuestión aislada, individual o grupal, sino que el propio presidente Donald Trump ha lanzado y potenciado ese mensaje desde una masculinidad machista de la que ha hecho gala en el ejercicio de sus funciones para defender sus ideas, valores y la posición de poder que otorga privilegios a los hombres, entre ellos, como se aprecia, el ser “invisibles” ante la violencia y los disturbios. No por casualidad el núcleo de sus votantes está formado por “hombres blancos”.

Pero esta realidad no tiene porque ser así, es una construcción cultural que puede y se debe modificar a través de la educación, de la concienciación y de la crítica a ese tipo de conductas. No existe un determinismo violento para los hombres, igual que no existe una única masculinidad que tenga que permanecer unida a la violencia como argumento y estrategia. Esa identidad masculina es consecuencia de una cultura machista que se puede modificar, y dar lugar a otra masculinidad que acepte la convivencia basada en el respeto y la resolución de conflictos de manera pacífica. 

Los disturbios no son un accidente, son la consecuencia del modelo androcéntrico de sociedad y masculinidad que tenemos.

La infamia del silencio

Cuando el silencio suena más que las palabras significa que hay algo que distorsiona el ambiente o que es mentira.

La prensa conservadora ha saltado a la arena de la comunicación para condenar las palabras del párroco de Lemona, que en el documental “Bajo el silencio” de Iñaki Arteta, compara la violencia terrorista con la respuesta democrática ante ella, y viene a justificar la violencia de ETA en la conducta llevada a cabo por sus víctimas. Un ejemplo de esta crítica la tenemos en el editorial de ABC de 31-10-20, “Infamia contra las víctimas de ETA”.

Comparto la indignación y las críticas ante las palabras del párroco.

Lo que me sorprende es que esa misma prensa justifique una y otra vez a quienes callan e invisibilizan la violencia de género, y tratan de ponerla en una situación de igualdad entre quienes utilizan y se aprovechan de la construcción cultural machista para llevarla a cabo, los hombres que lo deciden, y quienes la sufren, las mujeres agredidas, a las que hacen creer que se trata de algo “normal” dentro de las relaciones de pareja. Y por si fuera poco esa equiparación que argumenta que tanto hombres como mujeres agreden, luego difuminan la violencia de género presentándola como un problema del contexto doméstico, para llamarla “violencia intrafamiliar”. Todo ello demuestra la falacia que esconde uno de sus argumentos cuando hablan de que “todas las violencias son iguales”; pero mientras que determinadas violencias son abordadas teniendo en cuenta sus elementos y características, la violencia machista se esconde al mezclarla con otras violencias.

Por eso llama la atención que se indignen cuando alguien se refiere al terrorismo como “lucha armada”, y no lo hagan cuando desde la derecha y la ultraderecha hablan de esa “violencia doméstica o intrafamiliar”. O que hablen de degradación ética sobre las justificaciones de la violencia de ETA, y no cuestionen la moral patriarcal que minimiza los 60 homicidios de media por violencia de género, que suman ya 1070 asesinatos en 13 años frente a los 857 de ETA en 51 años, según datos del propio ABC. La diferente actitud ante estas violencias es tal que literalmente escriben, “el grado de complicidad y silencio pusilánime que mantuvieron amplios sectores de la sociedad vasca en defensa de los criminales…”, y, en cambio, no dicen nada sobre el silencio cómplice y la pasividad que mantiene la sociedad ante la violencia dirigida contra las mujeres, y de manera muy especial los hombres, que se sienten atacados y criminalizados por una ley dirigida sólo contra los hombres violentos, pero no se sienten compelidos a actuar contra esa violencia desde su posición, y marcar distancias con los hombres que la ejercen en defensa de lo que consideran que debe ser la masculinidad y la posición del hombre en la relación.

Si hoy ETA matara a 60 personas, como hace el machismo asesinando a 60 mujeres cada año, no habría paz para los asesinos y sus cómplices. En cambio, hoy son cientos de miles los hombres que viven en paz ejerciendo la violencia contra sus mujeres, bajo la tranquilidad y la confianza que da saber que no les pasará nada, porque la mayoría de ellos no va a ser denunciado (se denuncia alrededor del 25% de los casos), y porque si lo son no van a ser condenados (las condenas están alrededor de 23% de las denuncias). 

El resultado de la “no denuncia” y la “no condena” se traduce en impunidad, puesto que el 95% de los agresores en violencia de género no sufre consecuencia alguna, algo que nunca tuvo ETA ni ninguna otra violencia, y que hoy sigue teniendo la violencia de género.

La infamia más grave que existe en una sociedad es mantener las referencias de una cultura machista que genera desigualdad, discriminación, abuso, acoso, violencia y homicidios a las mujeres, y que, a pesar de la objetividad de las consecuencias, no sólo permanece impasible ante ella, sino que cuestiona las medidas que se ponen en marcha para corregirla.

La infamia del silencio sólo es comparable a la infamia de la neutralidad.