El pasado fin de semana se disputó la final de la supercopa de fútbol femenino, y la noticia no fue el resultado ni el juego desarrollado por los dos equipos, sino el reconocimiento mostrado por las vencedoras a una jugadora del equipo rival.
Virginia Torrecilla salió al campo en el minuto 85, cuando ya estaba todo decidido menos el destino de esta final, que no sólo pasará a la historia de la competición, sino que, además, aunque sea en una estantería muy apartada, quedará también entre los trofeos de una sociedad que ha vuelto a derrotar al machismo que impuso el modelo masculino como forma de desarrollar la competición.
Al finalizar el partido, las jugadoras de su equipo, el Atlético de Madrid, y las del rival, el FC Barcelona, se fueron a abrazar y felicitar a Virginia Torrecilla, como si hubiera sido la MVP o hubiera conseguido algún record deportivo. Después, las jugadoras del FC Barcelona la mantearon como expresión de su alegría, reconocimiento y, sin duda, algo de admiración por ella.
Todo un gesto, toda una gesta.
Porque ese gesto aparentemente nimio, supone la gesta de romper con el esquema clásico en el deporte y en la sociedad que lleva a ver al rival como un enemigo, a entender al oponente como una amenaza, o hacer de lo diferente un ataque a tu posición. Un modelo levantado por una cultura androcéntrica que necesita esas referencias para legitimarse en el uso de su principal estrategia: el control y el uso de la fuerza, sea esta física, verbal o en cualquiera de sus formas.
Si el rival, el diferente, el oponente… son como tú en la defensa de sus ideas, intereses, posiciones, colores… no puede ser un enemigo, porque cada persona cuando se mira a sí misma no se considera enemiga de nadie, como posición de partida. Ahí está es la trampa del modelo, y también su paradoja, hacer creer que “yo no tengo enemigos, pero el resto sí me tiene a mí como un enemigo”, para presentar sus iniciativas como ataques. Luego, conforme pasa el tiempo bajo esa idea, la posición inicial se transforma para que esa misma persona vea también al resto como enemigos, pero no por voluntad propia, sino como reacción a su enemistad y ataques previos. De ese modo, junto a la defensa legítima de las posiciones, se introduce el factor del agravio para generar, mantener y avivar el conflicto cuando sea necesario.
Es lo que vemos con el modelo masculino en el deporte, que los partidos comienzan mucho antes del pitido inicial del árbitro debido a toda la rivalidad que se arrastra desde tiempo atrás. Ocurre ante un clásico o ante cada derbi, o cuando hay algún pique entre dos equipos cualesquiera, o sea, siempre que hayan tenido un cruce o un enfrentamiento deportivo, porque esa primera vez ya será para siempre. Y cuando no es por la propia competición lo es por la rivalidad entre las ciudades, o entre jugadores, o por lo que un día dijo el entrenador o el presidente del otro equipo… Al final lo importante es mantener la rivalidad y el enfrentamiento como esencia del deporte, por encima de los valores y de lo que representa como ejemplo y modelo para tanta gente, especialmente para la más joven.
Lo femenino en el deporte no sólo es la llegada de las mujeres a la competición, es la incorporación de los valores que históricamente han formado parte de sus vidas y sus relaciones, en gran medida debido a la exclusión y discriminación que ha producido el machismo sobre ellas. Es esa conciencia de unidad, de pertenencia, de sororidad, de empatía, de cuidarse, de defender lo común… la que importa, porque se necesitan y porque nada vale más que todos esos sentimientos expresados en la victoria y en la derrota.
Por eso debemos incorporar el valor de lo femenino al deporte, pero también a la política, a la economía, a la ciencia, a la academia, a la educación… en definitiva a la cultura. De eso va el feminismo, de acabar con los valores impuestos por los hombres desde su masculinidad para hacer de la desigualdad razón y justificación, y para transformar esa realidad sobre los valores de la Igualdad que las mujeres han cuidado históricamente, como cuidaron el fuego en las cuevas.
Y cabe el riesgo de que caigamos en la última trampa del machismo, como ya dije hace años en el libro “Tú haz la comida, que yo cuelgo los cuadros”, la trampa final de la asunción del modelo masculino como modelo de reconocimiento y convalidación de la realidad. Ya lo hemos visto en otros escenarios, especialmente en los históricamente masculinizados, como ocurre en la política o en la economía, donde se piensa que una buena mujer política es la que hace lo que un político, o que una buena empresaria es la que lleva a cabo lo que un empresario. En el deporte puede pasar igual y entender que las buenas deportistas son las que hacen las cosas como los buenos deportistas, en la competición y fuera de ella. Sería un error.
De momento no es así, y la lección dada por las jugadoras del Atlético Madrid y del FC Barcelona es un buen ejemplo para que aprendamos a hacer de los valores femeninos parte de los valores masculinos y sociales.
Y claro que los hombres también tienen gestos con sus compañeros cuando han sufrido alguna lesión, enfermedad o han fallecido, pero casi siempre de manera planificada, y con camisetas que traen de casa para mostrarlas en un determinado momento, o para posar con ellas con un mensaje de apoyo que viene ensalzar toda esa escenificación tan masculina.
Lo del otro día en la supercopa femenina fue muy diferente, fue pura espontaneidad, pura emotividad, pura sinceridad… no importaba nada ni nadie más que el cariño a la jugadora querida y admirada, Virginia Torrecilla; y todo lo que significaba su regreso a un campo de fútbol. Gracias a las jugadoras, y gracias a Àngels Barceló por recordárnoslo en su editorial del 24-1-22 cuando ya estábamos en otra cosa.