
Si hay algo que no tiene lógica es que la guerra tenga lógica, una lógica respaldada en dos tipos de referencias.
Por un lado está la lógica androcéntrica que entiende que el uso de la violencia para resolver conflictos es un instrumento adecuado, especialmente cuando se parte de una posición de poder capaz de condicionar la percepción de los hechos y de intimidar al resto. Y en esta sociedad se hace de ese modo desde lo más micro en las relaciones personales, hasta lo más macro en las internacionales.
Y por otro lado está la lógica de las normas que regulan la guerra, las cuales pueden tener un espacio para organizar ciertas actuaciones humanitarias y evitar un daño mayor, pero al mismo tiempo suponen una aceptación de la guerra, darle un espacio y una entidad dentro de una realidad que debería hacer lo contrario, es decir, desarrollar todas las iniciativas sociales, políticas y legislativas para que la guerra nunca tuviera espacio ni posibilidad de existir.
A nadie se le ocurriría legislar sobre la forma de ejercer el terrorismo, y, por ejemplo, establecer que en los atentados con coche bomba se tuviera que mantener una distancia mínima a centros escolares u hospitales, o que en los secuestros el zulo deba tener unas condiciones mínimas de habitabilidad. Lo mismo que tampoco se regula el narcotráfico para que la cantidad de droga en cada alijo no supere un determinado peso, o para que su pureza alcance un mínimo… Y así podríamos continuar con cualquier tipo de violencia.
Ante la violencia la posición suele ser clara: rechazo absoluto. En cambio, para la guerra, que es violencia en su más cruel expresión por su intensidad, duración y acción indiscriminada, se establecen unos criterios diferentes y la aceptamos como una forma de abordar conflictos internacionales e internos, aunque en estos casos, para evitar la imagen fratricida de una contienda civil, se cuida mucho de llamarla “guerra” y se prefieren eufemismos como “conflicto armado”, o directamente su diminutivo para denominarla “guerrilla”.
Somos hijos de las guerras de la historia y, por lo visto, muchos quieren llegar a la historia a través de la paternidad de nuevas guerras.
Si queremos la paz hay que prepararse para la paz, no podemos caer en la trampa de las justificaciones y decir “tengamos la guerra en paz”, al tiempo que afirmamos que si queremos la paz tenemos que prepararnos para la guerra. Prepararse para la paz no es armarse hasta los dientes, sino evitar cualquier resquicio para la guerra y para que no actúen quienes desde sus posiciones de poder usan la violencia a diario sobre su pueblo. Porque estos hombres, henchidos de poder, un día darán el paso hacia la batalla de una violencia mayor como es la guerra.
La guerra no es un acontecimiento histórico, como se nos ha hecho creer, otra cosa es que en esta historia tan viril que nos han contado queden recogidas en los libros como parte de la gloria terrenal a la que muchos aspiran. La guerra es la miseria de la historia y de una humanidad con líderes capaces de poner en juego la vida de su gente para satisfacer su poder. Es la demostración más clara del fracaso de una humanidad androcéntrica, y el ejemplo más gráfico de que necesitamos cambiar esta sociedad patriarcal para convertirla en un espacio de convivencia basado en la Igualdad, la paz y el respeto al medio ambiente que nos acoge, tal y como defiende el feminismo.
Dejémonos de sinrazones y “tengamos la paz en paz”, y para ello es necesario detener la guerra de Rusia contra Ucrania, y las 67 restantes que se están librando en el planeta.