Tocar a las mujeres

El ministro de Relaciones Exteriores de Uganda, Haji Abubaker Jeje Odongo, se negó a estrechar la mano de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en la cumbre de la Unión Africana y la Unión Europea celebrada los días 17 y 18 de febrero. Lo hizo en presencia del presidente del Consejo Europeo, Charles Michel y de Emmanuel Macron, dos hombres a los que el representante de Uganda no dudó en estrechar sus manos. Posteriormente, en gran parte debido a la llamada de atención del presidente francés, intercambió de manera afable unas palabras con Ursula von der Leyen, eso sí, siempre manteniendo una “distancia de seguridad” que impidiera cualquier contacto con una mujer.

El protocolo es de los temas más rígidos y estudiados a la hora de celebrar cualquier acto oficial, mucho más cuando se trata de una cumbre de ese nivel. Nada se deja al azar, todo está estudiado y medido hasta el último detalle, y detrás cada acto hay un amplio equipo de personas velando para que se cumpla hasta en lo más mínimo. El ministro de Relaciones Exteriores sabía perfectamente cuáles eran los pasos a seguir, pero él no hizo caso alguno.

¿Se imaginan que ese mismo ministro hubiera decidido ocupar un puesto en la mesa que no le correspondiera, o que hubiera hecho uso de la palabra cuando no era su turno, o que no hubiera vestido de acuerdo con la etiqueta establecida…? Imposible. Sólo ante el intento de haber roto esas formas protocolarias se habría producido un conflicto cuyas consecuencias no habrían pasado como una anécdota. Sin embargo, que un máximo representante de la diplomacia de un país niegue el saludo protocolario a la máxima representante de una de las partes de la cumbre, no tiene consecuencia alguna, quizás todo lo contrario, por que no podemos descartar que haya habido hombres que lo hayan felicitado por su gesto, y le hayan dicho esa frase tan masculina del “tú si que los tienes bien puestos” cuando se trata de reforzar el machismo que les da la autoridad y el poder.

El ministro es capaz de reconocer el cargo que ocupa Ursula von der Leyen, de hecho, lo hace cuando acude al saludo y habla con ella, pero no a la mujer que hay en el cargo.

Salvando las distancias, la situación recuerda a cuando el alcalde de Carboneras interpeló a una concejala en mitad de un pleno diciéndole, “guarde usted silencio cuando está hablando un hombre”, reivindicando que ante una mujer su autoridad era mayor como hombre que como alcalde. En el caso de la cumbre africana-europea la situación es similar, sólo que en sentido contrario, puesto que, en esta ocasión, el hecho de que el cargo esté ocupado por una mujer lleva a no reconocerlo ante un hombre que protocolariamente ocupa una posición inferior. El ministro de Uganda, a raíz de su conducta, podría haber dicho “échese usted a un lado cuando el que saluda es un hombre”.

Este tipo de comportamientos deben servirnos para tomar conciencia de la realidad. La discriminación de las mujeres está tan presente en esta sociedad androcéntrica que es capaz de manifestarse hasta en los niveles más altos de la política, a “plena luz del día” y delante de los medios de comunicación. Sólo este hecho ya nos da el diagnóstico de cómo es a otros niveles más bajos e invisibles en los que nadie se detiene ni graba para un informativo. Por eso no se trata de hechos aislados, como cuando la misma protagonista, Ursula von der Leyen, fue apartada de la reunión que mantuvo con el presidente turco, Tayyip Erdoğan, en presencia del reincidente en pasividad, Charles Michel, pero el caso del ministro Odongo muestra un hecho más profundo sobre la discriminación de las mujeres.

El significado de la conducta del ministro se centra en su negativa a tocar a una mujer, y la razón para no hacerlo está en la concepción androcéntrica de las mujeres como seres “inmundos e impuros”.

La imagen de las mujeres que ha creado la cultura patriarcal viene cargada de toda una serie de elementos negativos vinculados a su propia condición femenina, para que puedan ser liberados de ellos por los hombres, siempre y cuando ellos decidan que las circunstancias y su situación las hacen merecedoras de tal liberación. Así, por ejemplo, las mujeres son revestidas como malas perversas, mentirosas, manipuladoras, impuras… pero cuando están casadas o bien ocupan los roles que el machismo ha decidido para ellas, pueden pasar a ser las más buenas, entregadas, piadosas, santas, puras y dulces.

La conducta del ministro ugandés de Relaciones Exteriores, Haji Abubaker Jeje Odongo, se fundamenta en la “impureza e inmundicia” de las mujeres, la cual relacionan con la “suciedad” de la menstruación, como recogen los textos más antiguos, entre ellos la Biblia.

En el Levítico del Antiguo Testamento se hace referencia explícita a la impureza de las mujeres, capaz de contaminar todo lo que entre en contacto con ellas y a cualquier persona que toquen, la cual también se convertirá en una persona inmunda e impura hasta que no lleve a cabo un ritual purificador.

Esa es la razón por la que el ministro no quiso estrechar la mano de Ursula von der Leyen, como le ocurrió a las mujeres que arbitraron el “Mundial de Clubes” cuando no fueron “tocadas” por el jeque de Qatar, a diferencia de los hombres con los que sí chocó el puño, o como ha sucedido en otras ocasiones. Las mujeres son impuras y una fuente de provocación, por lo que la distancia significa pureza para la carne y el deseo de los hombres.

Sin embargo, esos mismos hombres que se niegan a tocar a las mujeres como parte del saludo, no dudan en tocarlas cuando las golpean, las acosan, las violan y las matan como parte de las distintas formas de expresión que tiene la violencia de género en los diferentes contextos culturales, todos bajo el manto común del machismo.

Todo ello demuestra que la impureza está en la mente que crea el machismo y en las conductas que derivan de ella, no en la piel de las mujeres.

Si extendieran esa idea de “no tocar” a las mujeres a la violencia de género, hoy mismo acabaría la violencia contra las mujeres.

De prisión a prisión: madres víctimas de violencia de género

La violencia de género es una prisión para las mujeres que la sufren, su objetivo es controlar a las mujeres para retenerlas entre los barrotes que el maltratador sitúa alrededor de sus vidas con el objeto de que, estén dónde estén, queden atrapadas entre los dictados y limitaciones que ellos imponen.

Salir de la prisión de la violencia de género no es fácil, las razones son múltiples. Los primeros motivos que lo dificultan son las características de una sociedad androcéntrica que niega la violencia contra las mujeres, y que cuando no le queda más remedio que reconocerla lo hace culpabilizando a la víctima, contextualizando las agresiones o justificándolas por algunas circunstancias. En segundo lugar, están todas las consecuencias que la propia violencia produce, como son el aislamiento en el que quedan las víctimas, la dependencia emocional y la depresión que se produce por el impacto psicológico que ocasiona. Y en tercer lugar, nos encontramos con la propia limitación de la respuesta social e institucional que en no pocos casos se da a las mujeres que sufren esta violencia, después de interponer la denuncia para salir de esa prisión en la que viven atrapadas.

Cuando las víctimas, además de mujeres son madres la situación es más grave, puesto que la violencia también se dirige contra sus hijos e hijas, y las amenazas contra los menores se convierten en una rutina dentro de ella. Pero, sobre todo, la salida supone hacerlo con esos niños y niñas y todo lo que conlleva sobre la custodia y el régimen de visitas.  

Si el resultado de todo este proceso liberador de la denuncia es que algunas madres que denuncian terminan en un centro penitenciario por decisiones de la propia administración de justicia en un contexto de violencia, puesto que la violencia no termina con la sentencia sobre unos hechos concretos, significa que hay algo que no hacemos bien, y que el sistema falla para las mujeres y beneficia a los agresores.

Ahora ha sido María Salmerón, como antes fue Juana Rivas y tantas otras mujeres y madres que fueron maltratadas y reconocidas por sentencia judicial. Una situación que revela que detrás de esos casos hay una estrategia seguida muchos maltratadores para continuar haciendo daño a sus exmujeres, y provocar que ellas, por proteger a sus hijas e hijos, terminen por caer en sus trampas para que sea la propia administración de justicia la que haga el juego al agresor y las mande a prisión, al tiempo de reforzar el mito de la mujer malvada y perversa que la propia sociedad ha levantado sobre ellas.

¿Alguien cree que hombres capaces de asesinar a 5 hijos e hijas y de dejar huérfanos a 41 menores de media cada año, y de maltratar a 1.700.000, de repente dejan de usar la violencia porque tengan una sentencia que los haya condenado?

Es absurdo pensar eso. La mayoría de ellos sigue utilizando las circunstancias para mantener su estrategia violenta contra las mujeres, es decir, intentar controlarlas para que en la medida de lo posible se plieguen a sus dictados tras la separación, pero ahora con el añadido de buscar hacerles daño por haber roto la relación.

Ante estas circunstancias, ¿cómo es posible que el padre maltratador de repente se convierta en víctima, y que la madre maltratada se transforme en victimaria?

Resulta paradójico que el mismo hombre condenado por la justicia sea el referente a la hora de interpretar los problemas que surgen en el régimen de visitas establecido, y que la mujer maltratada, que es madre en una sociedad que ensalza la figura de la maternidad hasta el punto de convertirla en el principal referente identitario de las mujeres, se convierta en lo contrario, y sea condenada por decisiones que toma como madre y enviada a prisión.

¿Cuántos padres maltratadores hay en prisión por incumplir el régimen de visitas o las responsabilidades establecidas en sentencia judicial?

La situación es tan surrealista que vivimos en una sociedad en la que una parte importante no acepta que un maltratador sea un mal padre, y, en cambio, sí acepta que una mujer maltratada sea una mala madre.

Si en una relación donde la violencia ha estado presente hay problemas con el régimen de visitas, lo más probable es que se deban a quien ha hecho de la familia un contexto de violencia y control, no a quien acude a la justicia para que se recupere la paz y se resuelva la situación. Actuar al contrario demuestra que la sociedad no responde con conocimiento ni conciencia suficiente sobre la gravedad y dimensión de una violencia que todavía hoy sólo se denuncia en el 25% de los casos y se condena un 88%, lo cual quiere decir que del total de casos un 87% de la violencia de género queda, por un motivo u otro, sin condenar. Es lo que vimos ayer (2-5-22) en Tarancón (Cuenca) con el último homicidio por violencia de género. El hombre (y padre) absuelto por violencia de género hace unas semanas por un Juzgado de lo Penal asesinó a su mujer delante de los hijos, demostrando la incapacidad del sistema para abordar una violencia que se caracteriza por su continuidad, por una forma de entender la relación sobre esa idea de control que la convierte en una prisión, y que hace de la violencia una realidad constante, no una serie de hechos aislados que se repiten con más o menos frecuencia.

Al final, las mujeres son asesinadas y enviadas a prisión entre el silencio y las palabras equivocadas de unas respuestas incapaces de ver la violencia, y que sólo se quedan con determinadas agresiones. A nadie se le ocurriría pensar que una banda terrorista no existe entre cada uno de sus atentados, en cambio, en violencia de género sí se piensa que no existe mientras no haya agresiones, y mientras que estos ataques no superen un determinado nivel de intensidad, porque si no lo hacen se considera que es “lo normal”.

La violencia de género es una prisión social para las mujeres, y lo que tenemos que hacer es tirar sus muros culturales erradicando la arquitectura del machismo y su violencia estructural. Y para ello, lo primero que hay que hacer es mandar a prisión a los agresores y sacar de ella a las víctimas.