Asesinos que no existen

La violencia que no existe ya ha asesinado a 20 mujeres en 2022 y a 1150 desde 2003, más que ETA en 42 años de existencia, concretamente un 34,5% más que la banda terrorista que hace años dejó de matar, mientras que los hombres que lo deciden siguen asesinando a sus parejas o exparejas, como ha ocurrido hace unos días en Soria y Alzira.

Los mismos partidos que cada día critican al Gobierno bajo el argumento de pactar con los “herederos de ETA”, son los que pactan y llevan a los gobiernos autonómicos a quienes niegan la violencia asesina del machismo.

A nadie se le hubiera ocurrido minimizar la violencia de ETA diciendo que no había que hablar de terrorismo, sino de violencia, y que no había que regular específicamente este tipo de violencia terrorista, sino hacer una ley de “violencia intrasocial” que incluyera todas las violencias. Ni tampoco cuestionar el énfasis que se pone en la violencia etarra diciendo que al hablar de ETA de ese modo, es como si la vida de una víctima de la banda valiera más que la vida de alguien que sea asesinado en una reyerta o en un robo.

Ese mismo escenario es el que hace habitual recordar alguno de los nombres de los terroristas, bien por la violencia que han ejercido o por el proceso que seguido contra ellos. En cambio, acordarse de algún asesino por violencia de género es complicado, ni siguiera en los casos que más han impactado, como el de Ana Orantes, se recuerda quien fue su asesino (José Parejo), lo cual dice mucho de la manera tan diferente en que se percibe y nos posicionamos ante una y otra violencia.

Quienes niegan la violencia contra las mujeres lo hacen cuando ya se conoce y cuando los hechos demuestran su presencia, no es un error, sino parte de una estrategia que busca evitar el cuestionamiento de un modelo de sociedad basado en una cultura androcéntrica, que a lo largo de toda la historia ha limitado los derechos esenciales de las mujeres, para que los hombres tengan una serie de privilegios desde los que reforzar el modelo social y cultural. El juego es sencillo, la cultura da privilegios a los hombres y estos, desde ellos, refuerzan la cultura para perpetuar y, a ser posible, aumentar sus privilegios.

Las mujeres han luchado históricamente contra esos agravios violentos, una lucha que culminó con la conciencia crítica y la articulación de su pensamiento e iniciativas a través del feminismo. A partir de ahí, el avance de los derechos de las mujeres ha sido continuo y, por tanto, la limitación de los privilegios masculinos constante. Y no lo aceptan.

Negar la violencia de género y decir que “no existe” es afirmar que los asesinos de esa violencia no existen. No es que los autores de los asesinatos no existan, sino que los hombres que deciden utilizar la violencia de género a partir de las referencias sociales y culturales que la normalizan y justifican no existen, y que, en consecuencia, el homicidio puede ser cometido por cualquier persona (hombre o mujer), como parte de un conflicto que no tiene que nada que ver con los roles de género en los que se inserta la violencia de los hombres contra las mujeres, no la de las mujeres contra los hombres. Por eso “la violencia no tiene género, pero el género sí tiene violencia”.

Bajo el relato del negacionismo se aparta la mirada de los 60 hombres que asesinan de media cada año y de los 600.000 que maltratan, y todo se presenta como “personas que maltratan y matan”, personas que según sus argumentos pueden ser hombres y mujeres para invisibilizar la violencia de género, y mantener el chiringuito de la cultura patriarcal que tantos beneficios da a quienes van de “empresarios del machismo”, decidiendo quien merece qué y cuánto.

La violencia de género existe porque existe la cultura androcéntrica que la hace posible, el ejemplo más claro de su existencia es que somos una sociedad capaz de generar 60 asesinos de mujeres nuevos cada año desde la normalidad. No son delincuentes habituales ni están relacionados con grupos criminales, son “hombres normales” que deciden matar a sus mujeres o exmujeres. 60 asesinos nuevos cada año que sí existen y son verdad.

Tocar a las mujeres

El ministro de Relaciones Exteriores de Uganda, Haji Abubaker Jeje Odongo, se negó a estrechar la mano de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en la cumbre de la Unión Africana y la Unión Europea celebrada los días 17 y 18 de febrero. Lo hizo en presencia del presidente del Consejo Europeo, Charles Michel y de Emmanuel Macron, dos hombres a los que el representante de Uganda no dudó en estrechar sus manos. Posteriormente, en gran parte debido a la llamada de atención del presidente francés, intercambió de manera afable unas palabras con Ursula von der Leyen, eso sí, siempre manteniendo una “distancia de seguridad” que impidiera cualquier contacto con una mujer.

El protocolo es de los temas más rígidos y estudiados a la hora de celebrar cualquier acto oficial, mucho más cuando se trata de una cumbre de ese nivel. Nada se deja al azar, todo está estudiado y medido hasta el último detalle, y detrás cada acto hay un amplio equipo de personas velando para que se cumpla hasta en lo más mínimo. El ministro de Relaciones Exteriores sabía perfectamente cuáles eran los pasos a seguir, pero él no hizo caso alguno.

¿Se imaginan que ese mismo ministro hubiera decidido ocupar un puesto en la mesa que no le correspondiera, o que hubiera hecho uso de la palabra cuando no era su turno, o que no hubiera vestido de acuerdo con la etiqueta establecida…? Imposible. Sólo ante el intento de haber roto esas formas protocolarias se habría producido un conflicto cuyas consecuencias no habrían pasado como una anécdota. Sin embargo, que un máximo representante de la diplomacia de un país niegue el saludo protocolario a la máxima representante de una de las partes de la cumbre, no tiene consecuencia alguna, quizás todo lo contrario, por que no podemos descartar que haya habido hombres que lo hayan felicitado por su gesto, y le hayan dicho esa frase tan masculina del “tú si que los tienes bien puestos” cuando se trata de reforzar el machismo que les da la autoridad y el poder.

El ministro es capaz de reconocer el cargo que ocupa Ursula von der Leyen, de hecho, lo hace cuando acude al saludo y habla con ella, pero no a la mujer que hay en el cargo.

Salvando las distancias, la situación recuerda a cuando el alcalde de Carboneras interpeló a una concejala en mitad de un pleno diciéndole, “guarde usted silencio cuando está hablando un hombre”, reivindicando que ante una mujer su autoridad era mayor como hombre que como alcalde. En el caso de la cumbre africana-europea la situación es similar, sólo que en sentido contrario, puesto que, en esta ocasión, el hecho de que el cargo esté ocupado por una mujer lleva a no reconocerlo ante un hombre que protocolariamente ocupa una posición inferior. El ministro de Uganda, a raíz de su conducta, podría haber dicho “échese usted a un lado cuando el que saluda es un hombre”.

Este tipo de comportamientos deben servirnos para tomar conciencia de la realidad. La discriminación de las mujeres está tan presente en esta sociedad androcéntrica que es capaz de manifestarse hasta en los niveles más altos de la política, a “plena luz del día” y delante de los medios de comunicación. Sólo este hecho ya nos da el diagnóstico de cómo es a otros niveles más bajos e invisibles en los que nadie se detiene ni graba para un informativo. Por eso no se trata de hechos aislados, como cuando la misma protagonista, Ursula von der Leyen, fue apartada de la reunión que mantuvo con el presidente turco, Tayyip Erdoğan, en presencia del reincidente en pasividad, Charles Michel, pero el caso del ministro Odongo muestra un hecho más profundo sobre la discriminación de las mujeres.

El significado de la conducta del ministro se centra en su negativa a tocar a una mujer, y la razón para no hacerlo está en la concepción androcéntrica de las mujeres como seres “inmundos e impuros”.

La imagen de las mujeres que ha creado la cultura patriarcal viene cargada de toda una serie de elementos negativos vinculados a su propia condición femenina, para que puedan ser liberados de ellos por los hombres, siempre y cuando ellos decidan que las circunstancias y su situación las hacen merecedoras de tal liberación. Así, por ejemplo, las mujeres son revestidas como malas perversas, mentirosas, manipuladoras, impuras… pero cuando están casadas o bien ocupan los roles que el machismo ha decidido para ellas, pueden pasar a ser las más buenas, entregadas, piadosas, santas, puras y dulces.

La conducta del ministro ugandés de Relaciones Exteriores, Haji Abubaker Jeje Odongo, se fundamenta en la “impureza e inmundicia” de las mujeres, la cual relacionan con la “suciedad” de la menstruación, como recogen los textos más antiguos, entre ellos la Biblia.

En el Levítico del Antiguo Testamento se hace referencia explícita a la impureza de las mujeres, capaz de contaminar todo lo que entre en contacto con ellas y a cualquier persona que toquen, la cual también se convertirá en una persona inmunda e impura hasta que no lleve a cabo un ritual purificador.

Esa es la razón por la que el ministro no quiso estrechar la mano de Ursula von der Leyen, como le ocurrió a las mujeres que arbitraron el “Mundial de Clubes” cuando no fueron “tocadas” por el jeque de Qatar, a diferencia de los hombres con los que sí chocó el puño, o como ha sucedido en otras ocasiones. Las mujeres son impuras y una fuente de provocación, por lo que la distancia significa pureza para la carne y el deseo de los hombres.

Sin embargo, esos mismos hombres que se niegan a tocar a las mujeres como parte del saludo, no dudan en tocarlas cuando las golpean, las acosan, las violan y las matan como parte de las distintas formas de expresión que tiene la violencia de género en los diferentes contextos culturales, todos bajo el manto común del machismo.

Todo ello demuestra que la impureza está en la mente que crea el machismo y en las conductas que derivan de ella, no en la piel de las mujeres.

Si extendieran esa idea de “no tocar” a las mujeres a la violencia de género, hoy mismo acabaría la violencia contra las mujeres.

De prisión a prisión: madres víctimas de violencia de género

La violencia de género es una prisión para las mujeres que la sufren, su objetivo es controlar a las mujeres para retenerlas entre los barrotes que el maltratador sitúa alrededor de sus vidas con el objeto de que, estén dónde estén, queden atrapadas entre los dictados y limitaciones que ellos imponen.

Salir de la prisión de la violencia de género no es fácil, las razones son múltiples. Los primeros motivos que lo dificultan son las características de una sociedad androcéntrica que niega la violencia contra las mujeres, y que cuando no le queda más remedio que reconocerla lo hace culpabilizando a la víctima, contextualizando las agresiones o justificándolas por algunas circunstancias. En segundo lugar, están todas las consecuencias que la propia violencia produce, como son el aislamiento en el que quedan las víctimas, la dependencia emocional y la depresión que se produce por el impacto psicológico que ocasiona. Y en tercer lugar, nos encontramos con la propia limitación de la respuesta social e institucional que en no pocos casos se da a las mujeres que sufren esta violencia, después de interponer la denuncia para salir de esa prisión en la que viven atrapadas.

Cuando las víctimas, además de mujeres son madres la situación es más grave, puesto que la violencia también se dirige contra sus hijos e hijas, y las amenazas contra los menores se convierten en una rutina dentro de ella. Pero, sobre todo, la salida supone hacerlo con esos niños y niñas y todo lo que conlleva sobre la custodia y el régimen de visitas.  

Si el resultado de todo este proceso liberador de la denuncia es que algunas madres que denuncian terminan en un centro penitenciario por decisiones de la propia administración de justicia en un contexto de violencia, puesto que la violencia no termina con la sentencia sobre unos hechos concretos, significa que hay algo que no hacemos bien, y que el sistema falla para las mujeres y beneficia a los agresores.

Ahora ha sido María Salmerón, como antes fue Juana Rivas y tantas otras mujeres y madres que fueron maltratadas y reconocidas por sentencia judicial. Una situación que revela que detrás de esos casos hay una estrategia seguida muchos maltratadores para continuar haciendo daño a sus exmujeres, y provocar que ellas, por proteger a sus hijas e hijos, terminen por caer en sus trampas para que sea la propia administración de justicia la que haga el juego al agresor y las mande a prisión, al tiempo de reforzar el mito de la mujer malvada y perversa que la propia sociedad ha levantado sobre ellas.

¿Alguien cree que hombres capaces de asesinar a 5 hijos e hijas y de dejar huérfanos a 41 menores de media cada año, y de maltratar a 1.700.000, de repente dejan de usar la violencia porque tengan una sentencia que los haya condenado?

Es absurdo pensar eso. La mayoría de ellos sigue utilizando las circunstancias para mantener su estrategia violenta contra las mujeres, es decir, intentar controlarlas para que en la medida de lo posible se plieguen a sus dictados tras la separación, pero ahora con el añadido de buscar hacerles daño por haber roto la relación.

Ante estas circunstancias, ¿cómo es posible que el padre maltratador de repente se convierta en víctima, y que la madre maltratada se transforme en victimaria?

Resulta paradójico que el mismo hombre condenado por la justicia sea el referente a la hora de interpretar los problemas que surgen en el régimen de visitas establecido, y que la mujer maltratada, que es madre en una sociedad que ensalza la figura de la maternidad hasta el punto de convertirla en el principal referente identitario de las mujeres, se convierta en lo contrario, y sea condenada por decisiones que toma como madre y enviada a prisión.

¿Cuántos padres maltratadores hay en prisión por incumplir el régimen de visitas o las responsabilidades establecidas en sentencia judicial?

La situación es tan surrealista que vivimos en una sociedad en la que una parte importante no acepta que un maltratador sea un mal padre, y, en cambio, sí acepta que una mujer maltratada sea una mala madre.

Si en una relación donde la violencia ha estado presente hay problemas con el régimen de visitas, lo más probable es que se deban a quien ha hecho de la familia un contexto de violencia y control, no a quien acude a la justicia para que se recupere la paz y se resuelva la situación. Actuar al contrario demuestra que la sociedad no responde con conocimiento ni conciencia suficiente sobre la gravedad y dimensión de una violencia que todavía hoy sólo se denuncia en el 25% de los casos y se condena un 88%, lo cual quiere decir que del total de casos un 87% de la violencia de género queda, por un motivo u otro, sin condenar. Es lo que vimos ayer (2-5-22) en Tarancón (Cuenca) con el último homicidio por violencia de género. El hombre (y padre) absuelto por violencia de género hace unas semanas por un Juzgado de lo Penal asesinó a su mujer delante de los hijos, demostrando la incapacidad del sistema para abordar una violencia que se caracteriza por su continuidad, por una forma de entender la relación sobre esa idea de control que la convierte en una prisión, y que hace de la violencia una realidad constante, no una serie de hechos aislados que se repiten con más o menos frecuencia.

Al final, las mujeres son asesinadas y enviadas a prisión entre el silencio y las palabras equivocadas de unas respuestas incapaces de ver la violencia, y que sólo se quedan con determinadas agresiones. A nadie se le ocurriría pensar que una banda terrorista no existe entre cada uno de sus atentados, en cambio, en violencia de género sí se piensa que no existe mientras no haya agresiones, y mientras que estos ataques no superen un determinado nivel de intensidad, porque si no lo hacen se considera que es “lo normal”.

La violencia de género es una prisión social para las mujeres, y lo que tenemos que hacer es tirar sus muros culturales erradicando la arquitectura del machismo y su violencia estructural. Y para ello, lo primero que hay que hacer es mandar a prisión a los agresores y sacar de ella a las víctimas.

La lógica de la guerra

Si hay algo que no tiene lógica es que la guerra tenga lógica, una lógica respaldada en dos tipos de referencias.

Por un lado está la lógica androcéntrica que entiende que el uso de la violencia para resolver conflictos es un instrumento adecuado, especialmente cuando se parte de una posición de poder capaz de condicionar la percepción de los hechos y de intimidar al resto. Y en esta sociedad se hace de ese modo desde lo más micro en las relaciones personales, hasta lo más macro en las internacionales.

Y por otro lado está la lógica de las normas que regulan la guerra, las cuales pueden tener un espacio para organizar ciertas actuaciones humanitarias y evitar un daño mayor, pero al mismo tiempo suponen una aceptación de la guerra, darle un espacio y una entidad dentro de una realidad que debería hacer lo contrario, es decir, desarrollar todas las iniciativas sociales, políticas y legislativas para que la guerra nunca tuviera espacio ni posibilidad de existir.

A nadie se le ocurriría legislar sobre la forma de ejercer el terrorismo, y, por ejemplo, establecer que en los atentados con coche bomba se tuviera que mantener una distancia mínima a centros escolares u hospitales, o que en los secuestros el zulo deba tener unas condiciones mínimas de habitabilidad. Lo mismo que tampoco se regula el narcotráfico para que la cantidad de droga en cada alijo no supere un determinado peso, o para que su pureza alcance un mínimo… Y así podríamos continuar con cualquier tipo de violencia.

Ante la violencia la posición suele ser clara: rechazo absoluto. En cambio, para la guerra, que es violencia en su más cruel expresión por su intensidad, duración y acción indiscriminada, se establecen unos criterios diferentes y la aceptamos como una forma de abordar conflictos internacionales e internos, aunque en estos casos, para evitar la imagen fratricida de una contienda civil, se cuida mucho de llamarla “guerra” y se prefieren eufemismos como “conflicto armado”, o directamente su diminutivo para denominarla “guerrilla”.

Somos hijos de las guerras de la historia y, por lo visto, muchos quieren llegar a la historia a través de la paternidad de nuevas guerras.

Si queremos la paz hay que prepararse para la paz, no podemos caer en la trampa de las justificaciones y decir “tengamos la guerra en paz”, al tiempo que afirmamos que si queremos la paz tenemos que prepararnos para la guerra. Prepararse para la paz no es armarse hasta los dientes, sino evitar cualquier resquicio para la guerra y para que no actúen quienes desde sus posiciones de poder usan la violencia a diario sobre su pueblo. Porque estos hombres, henchidos de poder, un día darán el paso hacia la batalla de una violencia mayor como es la guerra.

La guerra no es un acontecimiento histórico, como se nos ha hecho creer, otra cosa es que en esta historia tan viril que nos han contado queden recogidas en los libros como parte de la gloria terrenal a la que muchos aspiran. La guerra es la miseria de la historia y de una humanidad con líderes capaces de poner en juego la vida de su gente para satisfacer su poder. Es la demostración más clara del fracaso de una humanidad androcéntrica, y el ejemplo más gráfico de que necesitamos cambiar esta sociedad patriarcal para convertirla en un espacio de convivencia basado en la Igualdad, la paz y el respeto al medio ambiente que nos acoge, tal y como defiende el feminismo.

Dejémonos de sinrazones y “tengamos la paz en paz”, y para ello es necesario detener la guerra de Rusia contra Ucrania, y las 67 restantes que se están librando en el planeta.

Érase una vez… La historia de Vladimir y Libertad

Parecía un cuento de los que le habían narrado a lo largo de su vida, Vladimir era apuesto y fuerte, tenía dinero y poder, y levantaba admiración y respeto a su alrededor allí por donde iba. Ella, Libertad, desde el primer momento lo vio como ese príncipe azul que le habían dicho que un día llegaría, y tras varias citas se enamoró de él. Al poco tiempo de iniciar la relación decidieron vivir juntos, y al día siguiente Vladimir se presentó en su casa con una maleta. 

Con el paso de los años se fue dando cuenta de que Vladimir no era como aparentaba al principio. No paraba de controlar todo lo que ella hacía, y sin darse cuenta la había aislado de su entorno. Todo lo que tenía un significado especial para ella era cuestionado y criticado, tanto si era sobre temas de su pasado y de todo lo que había vivido, como si estaba en relación con sus deseos, aspiraciones y anhelos a la hora de desarrollar sus inquietudes con nuevas amistades y proyectos. Todo lo que no perteneciera al mundo de Vladimir, a sus propias costumbres y tradición, estaba mal.

La situación se hizo insoportable, Libertad no podía vivir más bajo esa opresión y control, y después de varios años de relación decidió que se separaba, que la relación idílica que habían vivido al principio no era verdad, que todo era parte de un relato elaborado por quien quería aprovecharse de ella para sentirse poderoso. 

El divorcio se produjo de manera amigable, tanto que Libertad se vio sorprendida por la comprensión que mostró Vladimir, que en todo momento aceptó la decisión de romper la relación. La situación fue tan inesperada, que Libertad llegó a creer que, a pesar de toda la opresión vivida, quizás había algo de humanidad en Vladimir.

Al cabo de un tiempo tras la separación la situación volvió a cambiar.

Vladimir tras separarse se mantuvo al margen de lo que ella decidía, de sus nuevos proyectos y amistades, incluso él mismo tuvo otras relaciones, es cierto que se comentó que algunas de ellas fueron un poco agitadas, pero todo hacía creer que había rehecho su vida sin Libertad. Pero en verdad era una especie de espejismo, porque cuando menos se lo esperaba comenzó a hostigarla y a controlarla de forma cada vez más llamativa.

Al principio se limitó a merodear la casa de Libertad, el mismo lugar donde años atrás habían convivido, y a mandarle mensajes exigiéndole cada vez más cosas. Ella, al verlo allí con tanta frecuencia y con una actitud amenazante, se preocupó. Encontrarlo cada día a las puertas de su casa, paseando hacia arriba y hacia abajo, sabía que no podía traer nada bueno. Conocía de sobra a Vladimir, y sabía que él nunca daba a pasos en falso ni lanzaba amenazas al aire para intimidar. En él cada amenaza era el anuncio de una acción, y esta vez estaba convencida que no iba a ser diferente.

Poco a poco Vladimir fue trayendo amigos a la zona que rodeaban la casa de Libertad, para aumentar la vigilancia y averiguar todo lo que hacía o dejaba de hacer.

Ella se asustó tanto que una mañana llamó a la policía y le contó todo lo que veía desde su ventana.

La policía se acercó por allí y vio cómo Vladimir y algunos de sus amigos estaban sentados en la terraza del bar de enfrente, incluso habló con él sobre el tema, pero éste le dijo que sólo paseaba por la zona porque echaba de menos el tiempo vivido con Libertad, y que lo único que quería era recuperar recuerdos y sentimientos. La policía lo creyó y no hizo nada. Todo continuó igual.

Unos días más tarde, Vladimir, de forma ocasional, empezó a arrojar piedras contra las ventanas de la casa de Libertad. Ella se asustó mucho más y volvió a llamar a la policía, que tampoco hizo nada porque entendió que entre los recuerdos que le llegaban a Vladimir, era lógico que alguno despertara su frustración por la separación y desencadenara esa reacción. Pero no había que preocuparse, hablaron de nuevo con él y este les prometió que todo era un juego, que pronto se iría y que comprendieran sus sentimientos.

Ante esa pasividad, los ataques al domicilio de Libertad cada vez eran más graves y frecuentes.

Libertad lo denunció una vez más ante la policía y los vecinos, pero nadie hacía nada.

Todo el mundo lo criticaba, pero lo dejaban hacer.

Hasta que un día, Vladimir saltó la valla del jardín, le pegó una patada a la puerta y se metió en casa de Libertad diciendo que era suya. Dos de sus hijos pudieron huir por una de las ventanas de atrás y refugiarse en casa de unos vecinos, pero Libertad y su hija menor quedaron atrapadas en la casa junto a Vladimir ante la mirada de todo el vecindario y de la propia policía, que no hacía nada porque, según decía, Libertad no había denunciado. No se pararon a pensar que Libertad no denunciaba porque Vladimir la había amenazado diciéndole que si lo hacía mataría a su hija y luego a ella. Su única opción era resistir y esperar a que alguien se diera cuenta de la gravedad de lo que estaba ocurriendo para actuar.

Cada día Vladimir rompía muebles y objetos de la casa para intentar “convencer” a Libertad de que volviera a unirse a él, y así recuperar la familia que se había roto “por culpa de ella”.

Nadie hizo nada a pesar de la violencia de Vladimir y del daño que, poco a poco, y ante los ojos de todo el mundo, sufrió Libertad y sus hijos…

Aquí acaba la historia de Vladimir y Libertad y comienzan las preguntas:

Ante una situación de este tipo ¿qué debemos hacer?

¿Debemos dejar que Vladimir continúe agrediendo a Libertad y su hija, y rompiendo todas sus pertenencias?

¿Actuar contra Vladimir es empeorar la situación porque “se puede enfadar” aún más y aumentar la violencia contra Libertad y contra quien la ayude?

¿Debemos dialogar y ser diplomáticos con Vladimir o evitar su violencia?

¿Alguien cree que tras la conducta seguida por Vladimir el diálogo puede resolver la situación de manera justa para Libertad?

¿Resulta suficiente mandarle a Libertad un bate de béisbol o un puño americano para que se defienda de Vladimir?

¿Por qué si no aceptamos un ataque de ese tipo en otras circunstancias, nos parece que en estas en lugar de actuar contra el violento hay que dialogar con él?

Todas esas cuestiones son las mismas que se plantean muchos familiares cuando una mujer sufre violencia de género, y hay dos formas de responder. Quienes no hacen nada dan lugar a que continúe la violencia y produzca más daño, incluso la muerte. Quienes ayudan a la víctima y actúan contra el maltratador sacan a la mujer de la violencia.

Rusia y Ucrania no están tan lejos de esta historia de Vladimir y Libertad, pero el resto de países parece que sí están muy lejos de la realidad.

Putin ya ha vencido

Pase lo que pase, cuando termine la guerra iniciada por Rusia contra Ucrania, la posición de Vladimir Putin será mejor a la que tenía antes del inicio de la guerra. 

“La violencia funciona”, siempre he insistido en esta idea para tratar de hacer entender que cuando se busca tener poder o más poder, la violencia se presenta como un instrumento muy eficaz en cualquiera de los escenarios en los que se recurra a ella. Cuando se trata de violencia criminal, esta funciona para conseguir cada uno de los objetivos planificados mientras la persona en cuestión no es detenida, y en la violencia estructural, resulta eficaz al jugar con la normalidad para imponer los criterios y voluntades del agresor más allá de los golpes.

En ambos casos funciona, en el criminal porque el violento difícilmente pierde todo lo conseguido tras la detención, siendo esta parte de los riesgos que los criminales racionalizan al igual que, por ejemplo, un camionero es consciente de que puede sufrir un accidente de tráfico, o una persona que trabaje en la construcción sabe que puede sufrir un accidente laboral. Pero también porque contribuye a los objetivos del grupo criminal cuando no actúa en solitario, por eso las organizaciones criminales permanecen y crecen a pesar de las múltiples detenciones que sufren. Y en la violencia estructural funciona porque modela las bases de la relación y las circunstancias en las que se desarrolla, para que todo transcurra como el violento impone sin necesidad de usar la violencia en cada momento, le basta la amenaza de hacerlo una vez que se ha vivido la experiencia de la agresión para conseguirlo.

Todo esto ocurre por la actitud pasiva que se tiene ante la violencia, y por la ufana idea de que el incremento de las penas y sanciones hará desistir a quienes ven en la violencia un instrumento, como ocurre, por ejemplo, al hablar de “prisión permanente revisable” sin trabajar en la educación y prevención. Algunos criminales no volverán a actuar, pero muchos otros llegarán a hacerlo bajo esta cultura violenta.

Putin, que sí conoce todo este entramado, al igual que lo hacen los violentos en violencia de género, se aprovecha del mismo y de la “pasividad” de quien podría evitar el problema, que, bien por no querer reconocerlo, por las dudas de hacerlo ante lo que significa, o por miedo a tener que responder sobre la realidad que supone, prefiere dejar pasar el tiempo hasta que los hechos sean inadmisibles para, entonces, llenarse de razones y de argumentos morales para actuar, sin pararse en la inmoralidad y responsabilidad que supone no haber actuado antes.

Porque esa pasividad, con independencia de las consecuencias materiales que ocasiona, es en sí misma inmoral al formar parte del proceso conocido, y al hacer que sea el violento quien se beneficie de ella, no como un factor externo que se presenta de manera imprevista, sino como parte esencial del mismo. Y lo hace en un doble sentido. Por un lado, porque las víctimas y los daños ocasionados ya son irreparables, se podrán evitar más, pero lo que se ha sufrido ya no tiene solución; y por otro, porque todos los acuerdos de paz que se establezcan supondrán una victoria para el agresor que, de una manera u otra, verá reconocidos algunos de sus objetivos iniciales y mejorada su posición, influencia y poder de cara al futuro. Ya lo hemos visto en Putin con Chechenia, Crimea, Bielorrusia…

A partir de una paz centrada en la idea de lo que “podía haber sido peor”, en lugar de en la justicia y la dignidad de un pueblo y su gente, cuando Putin hable y mueva ficha todo el mundo entrará en pánico, como cuando un maltratador da un puñetazo sobre la mesa o le grita a su mujer. 

El resto escenificará la paz como quiera y siempre será un motivo de alegría el cese de la guerra, pero el único vencedor en términos prácticos ya es Vladimir Putin, que mientras los demás países piensan en cómo responder ante el ataque a Ucrania, él ya piensa en su próximo golpe.

La raíz del machismo en toda esta violencia se comprueba en la incapacidad de identificar el proceso que la caracteriza, un proceso amparado por la normalidad y la lógica de una cultura levantada sobre el uso de la violencia en todos los contextos.

Hombres, virtudes, cojones y defectos

Parece que últimamente los entrenadores de fútbol se han convertido en los portavoces de una sociedad machista, para reivindicar sus valores a través de los mensajes dirigidos a estimular a sus equipos. El entrenador del Rayo Vallecano femenino lo hizo proponiendo como estrategia de cohesión llevar a cabo una violación grupal sobre una de sus jugadoras, y José Mourinho, entrenador de la Roma, recientemente (10-2-22), ha reprochado a sus jugadores la derrota contra con el Inter de Milán diciéndoles, “no tenéis cojones, ¡lo peor para un hombre!”.

Las virtudes de los hombres, según esas referencias, pasan por los cojones, bien sea para violar a una mujer, o bien para alcanzar la excelencia masculina, pues si lo peor para un hombre es “no tener cojones”, lo mejor debe ser “tener muchos cojones”. E insiste José Mourinho en esa idea cuando enfatiza sus palabras por si algún jugador no lo ha entendido, al remarcar que “el mayor defecto de un hombre es la falta de huevos, la falta de personalidad”.

Según esa visión, los testículos se convierten en una especie de depósito de la masculinidad para inyectar a la personalidad el combustible de la virilidad y la hombría con el objeto de que sean hombres en cualquier circunstancia, y poder responder a demanda cuando la situación lo exija. 

Por eso la masculinidad se entrena, no basta con la que viene de serie, hay que ser más hombre, más macho, más viril… para así ir aumentando el depósito y guardar gasolina suficiente para cuando las circunstancias lo exijan.

Mensajes como los lanzados por el entrenador del Rayo Vallecano femenino y José Mourinho son producto del machismo, pero al mismo tiempo lo refuerzan de cara al futuro y a las nuevas generaciones, que siempre se incorporan a él en condiciones atenuadas respecto a momentos anteriores. El mensaje que se lanza con este tipo de manifestaciones contiene cuatro grandes elementos:

  1. En primer lugar, sitúa la esencia de lo masculino en el sexo y la identificación de los hombres en el género, es decir, en el comportamiento esperado a partir de ese sexo “cojonudo” y las funciones que le han otorgado.
  2. En segundo lugar, centra lo masculino en la demostración de fuerza, valor, coraje… aplicado a diferentes contextos: en lo doméstico a través de garantizar el sustento y la protección de la familia, en el trabajo mostrando su autoridad como jefe o su competitividad como trabajador, en la calle por medio de la ostentación, el “postureo” y el valor, en el deporte por el desprecio al contrario…
  3. En tercer lugar, vincula todos esos elementos a la personalidad para que sean actitudes y conductas que se desarrollen en cualquier momento y circunstancia como algo propio de la persona, no como respuestas puntuales antes determinados hechos o situaciones. 
  4. Y, en cuarto lugar, establece la consideración como hombres en el reconocimiento que hacen otros hombres, que son los que valoran su comportamiento según se ajuste o se aleje de las referencias dadas. De ese modo, se produce un compromiso grupal y dinámico que se convierte en una de las claves de la masculinidad al hacer que cualquier hombre tenga un doble protagonismo: como peón de la masculinidad y como guardián del orden al vigilar y controlar lo que hacen otros hombres. 

Al final, como se puede ver, la propia masculinidad reproduce la esencia de la cultura androcéntrica en el objetivo de acumular poder. No se trata de tener más o menos poder, sino de acumular poder y privilegios a partir del que se tenga, y como la referencia no está en un nivel definido previamente, sino en competir con otros hombres para aumentar el suyo, la dinámica es infinita hacia el abuso y la explotación.

En este modelo todo lo que no son virtudes son defectos, pues no establece alternativas para ser hombre de otra forma. La esencia de los hombres, como vemos en los mensajes de los dos entrenadores, está en reproducir y manifestar los valores de la masculinidad asociados a la fuerza y el poder, y cuanto más primitiva y directa sea su expresión, más valor tendrá; de ahí el peso de los cojones. 

El modelo no quiere opciones diferentes a sus mandatos, por eso no establece que la inteligencia pueda suplir al uso de la fuerza, ni que la empatía y las emociones eleven la masculinidad por encima de un objetivo o de una victoria conseguida por medio del abuso y la injusticia, como también vemos en el fútbol cuando algunos aficionados dicen, “¡ojalá gane mi equipo en el último minuto y de penalti injusto!”. La satisfacción siempre es mayor si se acompaña de la injusticia propia de un modelo levantado sobre la desigualdad y el abuso.

Todas estas razones son las que crean el modelo polarizado del “conmigo o contra mí”, que tan fácil resulta aplicar en la práctica ante cualquier situación, como ahora vemos en la política.

El ataque a las mujeres, al feminismo y a los hombres que trabajan por la Igualdad es otra de las consecuencias directas de esta manera de organizar la sociedad que ha decidido el machismo. Los ataques contra quienes cuestionan el modelo tienen dos consecuencias positivas en cuanto al reconocimiento que se obtiene a través de ellos. Por un lado está la consideración obtenida por usar la fuerza y la violencia como parte de los valores de la virilidad, y por otro, el hecho de aplicarlos contra quienes cuestionan el modelo, lo cual otorga un plus de reconocimiento, sobre todo si se hace de forma violenta, pues no se trata de convencer, sino de vencer.

Al final, con todo este juego de ataques y reconocimientos, los hombres ven reforzadas sus virtudes sobre el argumento de los “cojones”, bien sea como esencia de su personalidad o bien como parte de su comportamiento, mientras que cualquier alternativa al modelo se presenta como un defecto, es decir, como ejemplo de “hombres defectuosos”.

La broma de la violencia de género

Hace unas semanas el Tribunal Supremo ha confirmado la condena a un guardia civil de Intxaurondo por acosar a una compañera durante una guardia. Éstos últimos días se ha conocido la propuesta que el entrenador del Rayo Vallecano femenino le realizó a su staff técnico por WhatsApp, para llevar a cabo una violación grupal sobre una de sus jugadoras. En los dos casos el argumento de estos dos hombres ha sido que se trataba de una broma. 

El guardia civil condenado, tal y como recogen los “hechos probados” de la sentencia, se dedicó junto con otros hombres de la Guardia Civil a hacer llamadas a la compañera mientras esta se encontraba en la garita de guardia. En las llamadas le cantaron una “copla de contenido soez” en la que le llamaban “la muy guarra”, además de dirigirle palabras de contenido sexual; situación que produjo una importante indignación y reacción emocional en la víctima.

El entrenador del Rayo Vallecano femenino mandó un mensaje a la lista privada de su equipo técnico de hombres en el que decía: “Este staff es increíble, pero nos faltan cosas. Nos falta, sigo diciéndolo, hacer una como los de la Arandina. Nos falta que cojamos a una, pero que sea mayor de edad para no meternos en jaris y cargárnosla todos juntos. Eso es lo que une a un cuerpo técnico y a un equipo. Mira los de la Arandina, que iban directos al ascenso. Buen domingo, chavales”. Como se puede ver, no se trata de una noche de diversión, sino de una motivación basada en cometer una violación en grupo sobre una de sus jugadoras, y todo ello con el objeto de “mejorar” como grupo y como individuos. No se busca una diversión puntual y aislada, sino de crecer a partir de la experiencia y de los valores que representa.

Los dos casos no son muy diferentes a tantas otras situaciones en los que algunos hombres deciden actuar contra una mujer, reforzados por la compañía de otros hombres que estimula y potencia la virilidad, y la necesidad de demostrarla para que ellos mismos sean conscientes de lo machos que son.

Pero también muestran de manera común de responder que tienen muchos hombres cuando se conocen los hechos.

Primero niegan, si no logran parar las críticas pasan a la justificación, y si con ella no evitan que se resuelva la situación, pasan al tercer nivel y piden disculpas, no por reconocer lo que han hecho y aceptar el daño sobre las mujeres, sino porque dicen haberlo hecho bajo determinadas circunstancias, lo cual en realidad es un retroceso sobre las justificaciones al insinuar que lo ocurrido no ha sucedido con el significado que se cuenta o se denuncia, idea que en la práctica no deja de ser otra forma de negación. Por eso a los maltratadores y agresores les cuesta tanto reconocer la violencia que ejercen, y por ello resulta tan sencillo decir que se trata de denuncias falsas, porque para ellos y para los que piensan como ellos, la violencia que ejercen nunca ha existido más allá del territorio privado que la justifica.

Pero lo más llamativo es la capacidad que tienen para decir que se trataba de una broma, y lo sencillo que resulta que una gran parte de la sociedad lo acepte como tal. En definitiva, no deja de ser sorprendente que la sociedad entienda y acepte que lo que se presenta como una broma de un hombre en realidad es violencia contra las mujeres. 

Y no son casos aislados, sobre todo cuando el resultado de la conducta violenta no se traduce en lesiones físicas que puedan desmontar el argumento que niega la violencia. En la violencia sexual, especialmente a través del abuso y el acoso, pero también en las agresiones materializadas por medio de la intimidación y la sumisión química, siempre utilizan como negación de los hechos la voluntad de la víctima o la ausencia de voluntad del agresor. Me explico.

La “voluntad de la víctima” se centra en su provocación o facilitación. Es ella la que de forma directa o indirecta precipita la conducta del agresor con su comportamiento o insinuaciones, o la que “se expone” a los hechos. La “no voluntad del agresor” se explica por su papel pasivo ante esa provocación de la mujer, pero, sobre todo, en que la conducta realizada no fue un acto de violencia. Y no lo fue, bien porque hubo factores que bajo el modelo androcéntrico deben interpretarse como consentimiento de la víctima, o porque la conducta estaba dentro de un contexto que le da un significado distinto. Ahí es donde se recurre al argumento de la broma o a la insignificancia de los hechos.

Para todo ello necesitan la complicidad de la normalidad definida por la cultura androcéntrica. El éxito de estos planteamientos no depende de la capacidad de algunos hombres para convencer, sino en la receptividad y aceptación de la mayoría de la sociedad. Por eso primero violentan a las mujeres, luego, “si la jugada les sale bien”, continúan con un nivel mayor de violencia hasta que consiguen su objetivo con la ayuda de las trampas de una cultura que establece que “las mujeres cuando dicen no en verdad quieren decir sí”. Y si la jugada les sale mal en algún momento, recurren al argumento de que era “una broma”, de que la mujer “es una estrecha”, o una “histérica que no sabe relacionarse” o que los hechos “no tienen importancia”.

Pero lo más terrible de todo esto es lo que apuntábamos antes, que estos argumentos masculinos son creídos y aceptados, mientras que las respuestas de las mujeres son presentadas como una exageración y como un ataque a esos “buenos hombres” que van a ver afectada su situación profesional, familiar y social. Lo vimos también en la violación grupal de “la manada”.

Tener una sociedad que aún confunde una situación de violencia de género en cualquiera de sus formas con una broma, y que, por tanto, entiende que una broma se puede hacer con conductas que forman parte de la violencia de género, es la demostración clara del machismo que la define en la excepcionalidad y en la normalidad.

Y cada vez que tomamos conciencia a partir de situaciones de este tipo avanzamos,  pero ya será tarde para todas las mujeres que sufren la violencia, y para una sociedad que aún mantiene la deuda la Igualdad con la historia.

No es el deporte femenino, es lo femenino en el deporte

El pasado fin de semana se disputó la final de la supercopa de fútbol femenino, y la noticia no fue el resultado ni el juego desarrollado por los dos equipos, sino el reconocimiento mostrado por las vencedoras a una jugadora del equipo rival.

Virginia Torrecilla salió al campo en el minuto 85, cuando ya estaba todo decidido menos el destino de esta final, que no sólo pasará a la historia de la competición, sino que, además, aunque sea en una estantería muy apartada, quedará también entre los trofeos de una sociedad que ha vuelto a derrotar al machismo que impuso el modelo masculino como forma de desarrollar la competición.

Al finalizar el partido, las jugadoras de su equipo, el Atlético de Madrid, y las del rival, el FC Barcelona, se fueron a abrazar y felicitar a Virginia Torrecilla, como si hubiera sido la MVP o hubiera conseguido algún record deportivo. Después, las jugadoras del FC Barcelona la mantearon como expresión de su alegría, reconocimiento y, sin duda, algo de admiración por ella.

Todo un gesto, toda una gesta. 

Porque ese gesto aparentemente nimio, supone la gesta de romper con el esquema clásico en el deporte y en la sociedad que lleva a ver al rival como un enemigo, a entender al oponente como una amenaza, o hacer de lo diferente un ataque a tu posición. Un modelo levantado por una cultura androcéntrica que necesita esas referencias para legitimarse en el uso de su principal estrategia: el control y el uso de la fuerza, sea esta física, verbal o en cualquiera de sus formas. 

Si el rival, el diferente, el oponente… son como tú en la defensa de sus ideas, intereses, posiciones, colores… no puede ser un enemigo, porque cada persona cuando se mira a sí misma no se considera enemiga de nadie, como posición de partida. Ahí está es la trampa del modelo, y también su paradoja, hacer creer que “yo no tengo enemigos, pero el resto sí me tiene a mí como un enemigo”, para presentar sus iniciativas como ataques. Luego, conforme pasa el tiempo bajo esa idea, la posición inicial se transforma para que esa misma persona vea también al resto como enemigos, pero no por voluntad propia, sino como reacción a su enemistad y ataques previos. De ese modo, junto a la defensa legítima de las posiciones, se introduce el factor del agravio para generar, mantener y avivar el conflicto cuando sea necesario.

Es lo que vemos con el modelo masculino en el deporte, que los partidos comienzan mucho antes del pitido inicial del árbitro debido a toda la rivalidad que se arrastra desde tiempo atrás. Ocurre ante un clásico o ante cada derbi, o cuando hay algún pique entre dos equipos cualesquiera, o sea, siempre que hayan tenido un cruce o un enfrentamiento deportivo, porque esa primera vez ya será para siempre. Y cuando no es por la propia competición lo es por la rivalidad entre las ciudades, o entre jugadores, o por lo que un día dijo el entrenador o el presidente del otro equipo… Al final lo importante es mantener la rivalidad y el enfrentamiento como esencia del deporte, por encima de los valores y de lo que representa como ejemplo y modelo para tanta gente, especialmente para la más joven. 

Lo femenino en el deporte no sólo es la llegada de las mujeres a la competición, es la incorporación de los valores que históricamente han formado parte de sus vidas y sus relaciones, en gran medida debido a la exclusión y discriminación que ha producido el machismo sobre ellas. Es esa conciencia de unidad, de pertenencia, de sororidad, de empatía, de cuidarse, de defender lo común… la que importa, porque se necesitan y porque nada vale más que todos esos sentimientos expresados en la victoria y en la derrota. 

Por eso debemos incorporar el valor de lo femenino al deporte, pero también a la política, a la economía, a la ciencia, a la academia, a la educación… en definitiva a la cultura. De eso va el feminismo, de acabar con los valores impuestos por los hombres desde su masculinidad para hacer de la desigualdad razón y justificación, y para transformar esa realidad sobre los valores de la Igualdad que las mujeres han cuidado históricamente, como cuidaron el fuego en las cuevas. 

Y cabe el riesgo de que caigamos en la última trampa del machismo, como ya dije hace años en el libro “Tú haz la comida, que yo cuelgo los cuadros”, la trampa final de la asunción del modelo masculino como modelo de reconocimiento y convalidación de la realidad. Ya lo hemos visto en otros escenarios, especialmente en los históricamente masculinizados, como ocurre en la política o en la economía, donde se piensa que una buena mujer política es la que hace lo que un político, o que una buena empresaria es la que lleva a cabo lo que un empresario. En el deporte puede pasar igual y entender que las buenas deportistas son las que hacen las cosas como los buenos deportistas, en la competición y fuera de ella. Sería un error.

De momento no es así, y la lección dada por las jugadoras del Atlético Madrid y del FC Barcelona es un buen ejemplo para que aprendamos a hacer de los valores femeninos parte de los valores masculinos y sociales. 

Y claro que los hombres también tienen gestos con sus compañeros cuando han sufrido alguna lesión, enfermedad o han fallecido, pero casi siempre de manera planificada, y con camisetas que traen de casa para mostrarlas en un determinado momento, o para posar con ellas con un mensaje de apoyo que viene ensalzar toda esa escenificación tan masculina.

Lo del otro día en la supercopa femenina fue muy diferente, fue pura espontaneidad, pura emotividad, pura sinceridad… no importaba nada ni nadie más que el cariño a la jugadora querida y admirada, Virginia Torrecilla; y todo lo que significaba su regreso a un campo de fútbol. Gracias a las jugadoras, y gracias a Àngels Barceló por recordárnoslo en su editorial del 24-1-22 cuando ya estábamos en otra cosa.

La “política intensiva” y la carne de cañón

Hay una parte de la política para la cual muchas de las personas que formamos parte de la sociedad que ellos “explotan” sólo somos carne de cañón, es decir, personas destinadas a sufrir las consecuencias de los abusos que sostienen su modelo de sociedad. El ejemplo más gráfico lo vimos en las palabras de Andrea Fabra y su “¡qué se jodan!”, tras aprobar un recorte en las prestaciones por desempleo en 2012.

Todo parte de modelo de sociedad basado en la desigualdad y en la consecuente jerarquización de las personas, para que quienes están en la parte alta de su escenario mantengan los privilegios que les han sido dados por su condición y status, y que el resto sea “explotado” por tener una condición diferente, la cual no sólo es distinta, sino que, además, es considerada inferior. Es el “poder de la sangre”, bien porque circula por determinadas venas y arterias, o bien porque es derramada desde otras para que se mantenga ese orden.

La manera de enfrentarse a la realidad, sea para conservarla o para transformarla, es la diferencia entre la “política intensiva” y la “política extensiva”.

La “política intensiva” quiere mantener a las personas estabuladas en su condición, status, clase, sexo, género, origen, grupo étnico, orientación sexual… o a cualquier otro elemento que permita crear un recinto cerrado y limitado que les impida ejercer sus derechos, y, al mismo tiempo, promover críticas contra ellas cuando intentan salir de él por presentar esas iniciativas como un ataque contra el orden dado. Según esta política, las personas siempre serán libres para permanecer en las casillas asignadas (tomando cervezas, trabajando o en el paro), pero no para salir de ellas.

Cuantos más tablones se tengan para formar el espacio donde encerrar a las personas, más reducidos serán los límites y mayor dificultad tendrán a la hora de salir de ese contexto estabulado. De manera que para las mujeres será más difícil que para los hombres, para las personas homosexuales más que para las heterosexuales, para las extranjeras más que para las españolas… y, así, conforme se añaden elementos, por ejemplo, mujer lesbiana extranjera, mayores serán las dificultades individuales y más se mantendrá la sociedad compartimentada. Un diseño hecho a conciencia para que la “política intensiva” sea también más necesaria y todo se retroalimente.

Porque esa política quiere a las personas quietas, sin participar en las decisiones y sin posibilidad de influir a través de reivindicaciones y movilizaciones. Todas juntas y agrupadas por su condición para que resulte más sencilla su explotación al restarle oportunidades, y al hacerles creer que su pertenencia a esos contextos es algo natural, por lo cual deben asumir los roles y funciones contemplados como parte de los mismos.

Además de injusto se trata de un sistema caro. Para que todo transcurra de ese modo, se necesita un consumo elevado de energía social con el objeto de que sus iniciativas lleguen a todos los rincones de la sociedad. Es la forma de mantener las desigualdades generadas con la estabulación frente a las dinámicas que surgen de los anhelos e ideales que viven las personas atrapadas en ese sistema.

Para facilitar todo el proceso, la alimentación se presenta como una de las claves de la “política intensiva”. Una alimentación nada natural que aporta calorías y nutrientes tóxicos a esa convivencia de los compartimentos por medio de bulos, mentiras, postverdades y fake news que, luego, son distribuidos por sus redes hasta cada hogar, como si fuera un servicio a domicilio de la granja. De ese modo, tanto los que están dentro de los contextos asignados como quienes los miran desde fuera piensan que todo es normal, y que lo que sucede es correcto o merecido.

Es la “política intensiva” que maneja la derecha y la ultraderecha a partir de la idea de que el poder legítimo les pertenece a ellos, y que el resto de la sociedad es carne de cañón para ser explotada con el objeto de mantener el orden social y sus consecuencias: beneficios y privilegios para unos, y desigualdades e injusticias para otros. 

La política en una democracia sólo puede ser “extensiva”, y atender a las características del hábitat (sociedad) y de las personas que la forman, con su diversidad, pluralidad y multiculturalidad, porque la realidad es esa y no va a ser otra, por mucho que se ataque o no se quiera aceptar. Por lo tanto, la gestión debe centrarse en un desarrollo integrador que conduzca a un progreso y crecimiento armónico, no a que unos se beneficien a costa de otros, así como a remover los obstáculos y las dificultades que a lo largo de la historia han impedido ese desarrollo social sobre lo común, como destacaba hace unos días Luis García Montero al hablar de “empatría”.

La política no puede estabular a la sociedad, todo lo contrario, debe romper los espacios artificiales que de manera interesada se han construido para situar a las personas en un lado u otro según la condición asignada.

Una “política extensiva” es una política que llama a participar desde la igualdad y la libertad. La política no puede enfrentar ni levantar barreras, aunque luego escriba en ellas y en mayúsculas la palabra “libertad”, porque las barreras siempre son barreras.

Quienes se creen con una condición superior por su sexo, su status, su origen, sus ideas, sus creencias… tienden a explotar a las personas diferentes, porque para ellos, tal y como ha impuesto el modelo cultural androcéntrico, no sólo son diferentes, sino que son “diferentes e inferiores”, o sea, “carne de mala calidad” comparada con la suya. Por eso no hay remordimiento ni reflexión en su “política intensiva”, ni tampoco en considerar a una parte de la sociedad como “carne de cañón” que puede ser maltratada, discriminada, abusada, violada, asesinada… sin levantar un rechazo ni una crítica a las circunstancias que dan lugar a esa “explotación intensiva” y todas sus consecuencias.