La “viuda negra”


Hoy (28-9-20) prácticamente todos los medios de comunicación hacen referencia al inicio del juicio de la “viuda negra”, y sólo con esa mención todo el mundo sabe de qué va el tema. Si hubieran dicho que comienza el juicio del “saltamontes verde” nadie sabría a qué se refiere el proceso, y tendrían que leer toda la información para averiguarlo.

La simple referencia a la “viuda negra” ya permite saber que se trata de “una mujer que ha matado a su marido”, sin presunciones y sin dudas, porque llamarla “viuda negra” es llamarla asesina. Basta que una araña, la Latrodectus mactans, según leo, que habita en una pequeña parte del planeta (EE.UU., México y Venezuela), mate al macho tras la cópula, para que cualquier mujer que asesine a su marido sea conocida por esas referencias.

Y llama la atención porque la violencia asesina de los hombres contra las mujeres ha estado presente a lo largo de toda la historia, y aún en el presente, según el último informe de Naciones Unidas (Global Study on Homicide 2019), el 82% de los homicidios en las relaciones de pareja son llevados a cabo por hombres contra mujeres, sin que se haya creado una referencia ni una metáfora que pueda identificar gráficamente y de manera directa a estos hombres asesinos, que actúan una media de 60 veces cada año. No existe, por ejemplo, el término “escorpión asesino” o “alacrán criminal” que pudiera simplificar la idea de lo ocurrido y la información al decir, “el escorpión asesino de Santander ha sido condenado a 17 años de prisión”, para que todo el mundo supiera de qué iba el tema.

Más bien ocurre lo contrario, y lo que se dice de ellos es que se trata de un “buen vecino”, un “buen padre”, un “hombre muy trabajador”… como vemos en las informaciones televisivas cuando tras un homicidio por violencia de género le preguntan a alguna persona del vecindario.

La diferente forma de tratar, conceptualizar y considerar la violencia ejercida por los hombres y la violencia ejercida por las mujeres en un mismo contexto, revela la esencia de lo que es la construcción cultural de género que hay alrededor de la que llevan a cabo los hombres.

Unas diferencias que parten de los objetivos y motivaciones utilizadas desde las razones dadas por una cultura que niega, invisibiliza y oculta bajo el límite del umbral crítico de cada momento la violencia de los hombres, y que cuando superan dicho límite minimizan y justifican con argumentos que restan responsabilidad a los agresores (alcohol, drogas, trastornos mentales, maldad…) Por eso no han definido un nombre para todos estos asesinos a pesar de las miles de oportunidades que han tenido para hacerlo a lo largo de la historia, porque si lo hacen pondrían de manifiesto que hay elementos comunes en todos los homicidios por violencia de género, y que estos elementos están relacionados con la masculinidad y con el machismo; y eso es algo que no sólo no quieren reconocer, sino que buscan ocultar sistemáticamente. Su argumento siempre es el de las circunstancias y el contexto, para que cada caso sea único y ajeno al hombre que lo lleva a cabo, por eso insisten tanto en llamar a esta violencia “familiar o doméstica”, así no es el machista quien mata, sino la “fuerte discusión” o los “problemas que tenían”.

En cambio, a cada mujer que ejerce la violencia no han dudado en llamarla “viuda negra”, porque de ese modo relatan una historia común a todas ellas, la de una “mala mujer” que mata al marido en un momento de indefensión, aprovechándose se su confianza y amor para quedarse con su dinero y, muy probablemente, irse con otro hombre al que también terminará matando.

La violencia no tiene género, matan hombres y mujeres, pero el género sí tiene una violencia que hace que sean los hombres los autores mayoritarios de los asesinatos en las relaciones de pareja (82%), y que luego la sociedad lo minimice con los argumentos de su cultura androcéntrica.

 

Todos y la “falacia de la minoría”

La pregunta puede parecer extraña en su formulación, ¿quiénes son “todos”?, pero la respuesta, aunque paradójica, es muy simple en la práctica: “nadie”.

“Todos” es un concepto tan amplio que vale para todo, especialmente cuando se trata de valorar la “realidad mayoritaria de una minoría” para defender algunas circunstancias relacionadas con ese grupo. “Todos” viene a ser la puerta de atrás por la que salir del problema dejándolo dentro, la forma de evadirse aunque sea por un instante, la manera de no abordar la responsabilidad del grupo del que forma parte esa minoría irresponsable por acción y por decisión, precisamente aprovechándose de las circunstancias comunes al grupo.

Es lo que ocurre cuando se habla de la irresponsabilidad de jóvenes que incumplen las medidas sanitarias durante las horas de ocio y diversión. En lugar de centrarse en el problema y en las circunstancias que hacen que sean jóvenes divirtiéndose quienes llevan a cabo una gran parte de las conductas de riesgo ante la pandemia, se evita la realidad y se dice que “no son todos los jóvenes, sino una minoría”, como si en la crítica a esos comportamientos se hubiera dicho que es algo que hacen “todos los jóvenes”.

Es el mismo argumento que se emplea para no afrontar la realidad de la violencia de género, y cuando se habla de que los hombres que lo deciden son los responsables de esta violencia, la respuesta de muchos es que “no son todos los hombres, sino que se trata de unos pocos en comparación con el total de hombres”.

Y acto seguido, se presenta la situación como si fuera un ataque al grupo, para afirmar que se está culpabilizando a “todos los jóvenes” y criminalizando a “todos los hombres”.

Es la “falacia de la minoría”, utilizada para no afrontar la realidad ni actuar sobre el grupo con el objeto de lograr dos objetivos esenciales:

  1. Adoptar medidas específicas sobre el grupo responsable del problema (concienciación, alternativas, educación…), de manera que se avance para resolver la situación.
  2. La necesidad de implicar a todo el grupo de forma directa en la solución del problema, y evitar que se utilicen los elementos comunes para justificar las conductas que esas “minorías” llevan a cabo. Porque en los dos casos comentados, jóvenes y hombres, quienes actúan de manera irresponsable y de forma violenta, lo hacen en nombre de lo que ellos consideran que forma parte de las circunstancias y elementos de su grupo.

Cuando se trata de problemas sociales considerados serios nadie utiliza ese tipo de argumentos para minimizarlos. Así, por ejemplo, al hablar de los conductores que actúan de forma imprudente y provocan los accidentes de tráfico, nadie dice que se trata de unos pocos conductores en comparación con el total de los que cada día salen a la carretera. En esos casos se acepta que el resto de las personas del grupo deben contribuir de la forma que les sea posible (denunciando, llamando la atención al imprudente, advirtiendo del riesgo al resto…), para evitar o dificultar que quienes abusan de los elementos del grupo en su propio beneficio lo hagan. Desde fuera es muy difícil estar presente en el momento en el que se llevan a cabo esas conductas delante de otros miembros, o cuando comentan con ellos sus acciones. Y es esa pasividad y distancia del resto del grupo las que utilizan para legitimarse en lo realizado.

Es el “todos” de cada día, un concepto definido por el significado que le dan las referencias sociales y culturales bajo las ideas y valores que imponen como parte de la normalidad. Por eso los mismos que dicen que se ataca a todos los hombres cuando sólo unos pocos maltratan, o a todos los jóvenes porque un grupo reducido de ellos se salta las medidas sanitarias, no dudan en hablar sin ninguna matización ni limitación que “todas las mujeres denuncian falsamente la violencia de género”, o que “todos los menores inmigrantes son violadores y delincuentes”.

Y no es casualidad, la cultura es el todo que define cada uno de los todos. Y la cultura es definida por los hombres y esa masculinidad osada, arriesgada, prepotente y dominante, que demuestra su valor saltándose los límites e incumpliendo las pautas de su propia normalidad.

Madrid, los prostíbulos y el 8M

La Comunidad de Madrid ha tomado medidas “más estrictas” para limitar al máximo el número de contagios, entre ellas la limitación de las reuniones familiares y públicas, y la distancia en bares y restaurantes.

Sin embargo, el consejero de Sanidad, Enrique Ruiz Escudero, ha especificado que las nuevas limitaciones no afectan a los prostíbulos porque se trata de una “actividad que no está regulada” y, por tanto, está fuera de la “legalidad normativa”. O sea, la Comunidad de Madrid permite que se lleven a cabo actividades “no reguladas” y fuera de la “legalidad normativa”, como son los prostíbulos, y, en cambio, incumple con aquello que sí está regulado y es norma, como es la adopción de medidas necesarias para evitar el contagio y la expansión de la pandemia. Es decir, permite lo “alegal” y no cumple con lo legal.

Una decisión de este tipo no puede ser casual. No tiene sentido que la misma Comunidad que entra en la intimidad y privacidad de las personas para regular las reuniones familiares, no lo haga en reuniones que se llevan a cabo en actividades públicas que requieren una autorización administrativa, sobre todo cuando otras Comunidades como Baleares, Canarias, Cataluña o Castila-La Mancha sí han actuado, y directamente han prohibido las actividades de los prostíbulos.

De manera que en Madrid, tomarse una cerveza a un metro es un factor de riesgo, pero que los hombres compren un rato de poder a través del sexo con una mujer, sometida a unas condiciones de explotación que ni siquiera tienen en cuenta su salud ante una pandemia, no supone riesgo alguno.

Esta decisión, contribuye de manera directa a la continuidad de la explotación sexual de las mujeres, a perpetuar el ataque a su dignidad cuando ni siquiera se considera el riesgo que viven sobre su salud ante un problema social como la pandemia, y a fortalecer la construcción machista de poder sobre la figura del hombre todopoderoso y de la mujer sometida y disponible a sus deseos. Pero, además, la imprudencia política que conlleva la medida es enorme por contribuir de manera directa al riesgo de contagio, y por hacerlo en circunstancias en las que el rastreo y seguimiento resulta un fracaso.

La misma Comunidad que culpabilizó de la pandemia al 8M y a las mujeres, ahora contribuye a que continúen sometidas y explotadas por hombres, sólo para que estos vean satisfechos su ego y su poder.

¿Qué clase de política es esta que se ejerce sin tener en cuenta la situación de las mujeres? ¿Las culpabilizará también después, diciendo que son las responsables del desarrollo de los contagios por continuar trabajando en los prostíbulos donde se las explota, sin que la administración de la Comunidad de Madrid haga nada para evitarlo?

¿Y qué clase de masculinidad y de hombres tenemos para que a pesar de las circunstancias acudan a los prostíbulos para sentirse más hombres, con todo el riesgo que supone para la sociedad y para sus entornos? Quizás sean de los que piensan como Bolsonaro o Trump, y los atletas y los hombres de verdad no se infectan. Y si lo hacen, como sus anticuerpos son también muy machos, nada de “anticuerpos blandengues” como los de otros, pues se curarán en un par de días.

La irresponsabilidad política de la Comunidad de Madrid al no prohibir la actividad de los prostíbulos, como sí han hecho otras comunidades, es manifiesta. Si la presidenta Díaz Ayuso no quiere que las noticias e informaciones se centren en su Comunidad, lo tiene fácil; que no tome decisiones que centren el foco de la actualidad en la situación crítica que generan las medidas que adopta.

 

“Ley y orden”

La estrategia conservadora siempre ha sido clara en su planteamiento y falaz en su enunciado al decir una cosa y hacer otra en la práctica. Ahora, de nuevo Donald Trump ha tomado la iniciativa al recuperar el mensaje de la campaña de Richard Nixon en 1968 de “ley y orden” (aunque, curiosamente, después se vio obligado a dimitir por actuar fuera de la ley). La idea no es muy diferente a la del resto de partidos conservadores cuando presentan las iniciativas de izquierda y las alternativas que proponen como un caos destinado a atacar las instituciones, la familia, la iglesia, a la propia política para convertirla en un “régimen bolivariano”, o hasta a la misma nación con la llegada de extranjeros que vienen para acabar con nuestra identidad… Y su respuesta es clara: ley y mano dura frente a todo eso.

La estrategia, como se puede ver, es nítida: ley y orden, pero con un “pequeño matiz”, debe ser “su ley” y “su orden”. Si una ley, por ejemplo, desarrolla medidas para lograr la Igualdad, entonces no hay que cumplirla; si una ley actúa contra la violencia de género, no hay que tomarla en serio y hay que presentarla como una amenaza contra los hombres; si una ley desarrolla un modelo educativo diferente, no debe ser tenida en cuenta por adoctrinadora; si la Constitución dice que hay que renovar las instituciones y a ellos no les viene bien, todo puede esperar al margen de la legalidad… porque para ellos es su orden el que define la ley y la realidad, y no el orden democrático quien decide cómo debe ser la convivencia y la manera de relacionarnos en una sociedad libre, plural y diversa en la que su posición es una más, por muy amplia que sea.

Esa superioridad moral de la que parten es la que permite dar por válido un sistema con una cultura y una estructura social basada en la desigualdad, construida sobre la idea de que determinados elementos y características son superiores a otros. De manera que las personas y circunstancias que tengan esos elementos deben ocupar una posición superior y desarrollan funciones desde la responsabilidad basada en su teórica superioridad. Y, efectivamente, el resultado es orden, pero un orden artificial y falaz que parte de la decisión previa de dar más valor a los elementos propios. Y en ese orden ser hombre es superior a ser mujer, ser blanco superior a ser negro o de otro grupo étnico, ser nacional superior a ser extranjero, ser heterosexual es superior a ser homosexual… Y como el orden es ese, pues la ley que se desarrolla es la que se necesita para mantenerlo y defenderlo de lo que consideran iniciativas particulares que surgen desde cada uno de los “elementos inferiores”, es decir, de cualquier propuesta que surja para corregir la discriminación que sufren quienes son considerados inferiores: mujeres, negros, extranjeros, homosexuales… que además se presentan como iniciativas fragmentadas y dirigidas sólo a cuestiones limitadas a esos grupos de población, no como algo común para toda una sociedad democrática.

La construcción de ese marco de “ley y orden”, además de presentar “su ley y su orden” como referencia común para toda la sociedad, tiene una segunda consecuencia tramposa de gran impacto para desacreditar cualquier alternativa.

La asociación es muy simple: si yo soy la ley y el orden, todo lo demás es caos e ilegalidad. Desde esa posición no aceptan que otras alternativas a la suya supongan un marco de “ley y orden”, por eso agitan el miedo con sus mensajes para que la sociedad asocie que las posiciones conservadoras son el orden y las alternativas progresistas el caos. Este contexto es el que se ha utilizado para hablar de un gobierno democrático como “gobierno ilegítimo”, o llamar “anti-constitucionalistas” a partidos democráticos que no encajan en “su orden”. Y de ahí continuar con su razonamiento hasta llegar al “desorden” que supone romper España con los separatistas y los herederos de los terroristas, argumentos similares a los que utiliza Trump contra el Partido Demócrata y Joe Biden ante la reacción social frente a una violencia policial contra la población afroamericana, que en lugar de ser considerada como racismo policial, se entiende como parte del “orden establecido”.

Y es una estrategia que funciona. Y funciona porque juega con los valores tradicionales, con la tendencia continuista de cualquier sociedad, y con la estructura de poder que supone articular la sociedad sobre los elementos de desigualdad que hemos comentado. A partir de ahí, usar el miedo bajo la amenaza de perder las referencias históricas que nos han definido por los “ataques” lanzados desde posiciones particulares, resulta sencillo.

No debemos caer en la trampa conservadora que lleva a apropiarse de la patria, las instituciones, la historia, la ley y el orden. Porque en una sociedad democrática la ley la dicta el Parlamento en tiempo real, no la historia desde el pasado; y el orden es la consecuencia de la convivencia en democracia, no el resultado de la costumbre y la tradición.

 

Tatuajes, mitos y estereotipos

Una joven de 16 años, Danna Reyes, ha sido asesinada en Mexicali (Baja California), y el fiscal del caso comenta a modo de justificación que “traía tatuajes por todos lados”, como si los tatuajes y su número supusieran una especie de escala para explicar la violencia contra las mujeres. Lo mismo hasta piensa que un tatuaje es razón para acosar, entre 2 y 5 para abusar, entre 6 y 10 para maltratar… y así hasta justificar el homicidio con su “tenía tatuajes por todos lados”.

Lo que aún sorprende de la mirada del machismo es que sea capaz de ver los tatuajes sobre el cuerpo de una mujer, pero no vea a ese cuerpo sobre el fondo de una sociedad que lo cosifica, lo interpreta, y lo pone a disposición de los hombres y sus mandatos, tanto en la vida pública como en la privada.

El machismo viene a actuar como una especie de “guardián de la moral” para que las mujeres no se salgan del guion escrito por los hombres, bien sea en el lenguaje de la ropa, en el de la conducta, en el de las palabras, o en la forma de maquillar, complementar o reescribir su cuerpo… En definitiva, para que se ajusten al guion de la libertad limitada que ellos imponen. Es el mismo argumento que utilizan sistemáticamente para justificar la violencia sexual; cuando no es la ropa es la hora, cuando no el lugar es el alcohol ingerido o la compañía que llevaban… siempre hay alguna razón para culpabilizar a la mujer que sufre la violencia y liberar al hombre que la ejerce.

Ahora han sido los tatuajes, es decir, la “marca que deja el grabado sobre la piel humana a través de la introducción de materias colorantes bajo la epidermis”, tal y como recoge la primera acepción del Diccionario de la Lengua Española, pero también indica en su segunda acepción que un tatuaje es “marcar, dejar huella en alguien o en algo”. Por eso llama la atención que el fiscal del caso, y la sociedad en general, sean capaces de ver los tatuajes en el cuerpo de las mujeres como razón para juzgarlas hasta el punto de justificar la violencia que las asesina y viola, y, en cambio, no sean capaces de ver la “marca” que deja el machismo en la mente y en la mirada de quienes justifican esa violencia contra las mujeres, sin que utilicen esos mismos argumentos sobre los tatuajes que llevan los hombres para justificar lo que les pasa, ni tampoco sus ropas, ni su peinado, ni el tipo de afeitado, como tampoco dicen nada de la hora o el lugar donde son abordados.

Entre mitos y estereotipos anda el juego, esa es la trampa que hace que siempre gane la banca del machismo. Y están grabados en la mente de quienes forman parte de la cultura para que la inmensa mayoría de los homicidios, agresiones y violaciones por violencia de género queden impunes.

El estereotipo, al asociar determinadas características a las personas y circunstancias, evita que se produzca el conflicto social, pues circunscribe lo ocurrido al contexto definido por los elementos estereotipados. Así, por ejemplo, cuando se produce la violencia de género y su resultado no es especialmente intenso, se recurre a los argumentos que hablan de que son cosas propias de las parejas, que los “trapos sucios se lavan en casa”, que “se le ha ido la mano”, que “quien bien te quiere te hará llorar”… de manera que se ve como algo privado que ha de resolverse en el seno de la relación, no en las instituciones que forman parte de la sociedad. Y cuando la violencia es lo suficientemente intensa como para traspasar los límites establecidos por los estereotipos, se recurre al mito para justificar socialmente algo que, en principio, no es aceptable, como ocurre con la violencia de género de intensidad grave, pues como afirmó Claude Levi-Strauss, el objeto del mito es proporcionar un modelo lógico para resolver una contradicción. De ese modo, el mito viene a resolver el conflicto social que supone encontrarse con una violencia contra las mujeres cuando, en teoría, no debería de producirse, de manera que se recurre a la idea de que esta violencia se debe al alcohol, las drogas o a los problemas mentales de “algunos hombres”, o incluso a la actitud, ropa, tatuajes… de las mujeres, y se evita tener que enfrentarse a la realidad social de la violencia de género en todas sus formas.

Al final, lo que el estereotipo no lograr retener dentro de determinados contextos es resuelto por el mito como algo puntual, excepcional o patológico, de forma que todo sigue bajo las mismas referencias generales.

El problema es que mientras que el tatuaje corporal se puede quitar de forma relativamente rápida con láser, el mental es más difícil de remover y sólo se puede hacer con educación, información y crítica. Esta es la única manera de limpiar y liberar la conciencia de los barrotes grabados por el machismo, y hacer que los ojos, además de mirar, vean la realidad.

Pero el machismo no quiere que se liberen las miradas que ven tatuajes en los cuerpos de las mujeres para justificar la violencia que sufren, porque hacerlo supondría que vieran también los privilegios en las vidas de los hombres que habitan su cultura patriarcal. Por eso el machismo está empeñado en recuperar el terreno perdido y presentar la Igualdad como un ataque, la libertad de las mujeres como una amenaza, y la educación en Igualdad como adoctrinamiento.

El machismo impone la moral y los machistas son sus guardianes. No lo olvidemos.

Cayetana y la “batalla cultural”

Cayetana Álvarez de Toledo no se ha ido, quien se ha movido del lugar político ocupado hasta el momento ha sido Pablo Casado. Pero sólo es un viaje temporal, una especie de escala técnica como la del rey “emirato”, perdón, emérito, porque el equipaje del PP es el mismo con el que llegó al lugar de donde hoy se exilia a Cayetana Álvarez de Toledo, y que ahora, al abrir las maletas con sus declaraciones ha mostrado que es el de la “batalla cultural”.

Y no ha dudado en presentar al “feminismo radical” como razón para librar esa “batalla cultural” en defensa de la libertad y de la “igualdad ante la ley”, lo cual resulta muy gráfico. Desde las posiciones conservadoras nunca se matiza la idea de libertad, y cuando se habla de ella no se dice la “libertad de elección de las personas”, tampoco se acota la dignidad diciendo “la dignidad de trato de la gente”, ni se hace con ningún otro Derecho Humano. En cambio, esa limitación no falta al referirse a la Igualdad, y como ha hecho Cayetana Álvarez de Toledo en varias ocasiones, no se habla de Igualdad, sino que se matiza y acota para hablar de la “Igualdad de los españoles ante la ley”.

¿Y antes de la ley, no debe haber Igualdad como valor y como ideal? ¿Qué ocurre bajo la referencia de esa cultura machista por la que dice que hay que dar la batalla cuando se llega ante “su ley”, es igual el valor de la palabra de un hombre que niega haber ejercido violencia de género que la de una mujer que denuncia haberla sufrido? ¿Tiene sentido que la respuesta de la ley ante la violencia de género, por un motivo u otro, sólo condene al 5% de todos los maltratadores? ¿Cómo responde la ley ante situaciones estructurales de injusticia social motivadas por la cultura machista que aún no cuentan con una norma ante la que acudir, como ocurre con la brecha salarial, con la cosificación de las mujeres, con la carga de trabajo en los cuidados y en lo doméstico…?

El feminismo puso en la agenda política la lucha por la Igualdad sin matices, y lo hizo a través de la reivindicación de derechos esenciales para las mujeres, tanto los que hacían referencia a la vida social como a su participación política. Posteriormente continuó con el cuestionamiento a la distribución de los tiempos y los espacios, para llegar después a la crítica del propio concepto de identidad establecido sobre las ideas tradicionales que definían lo que era “ser hombre” y “ser mujer”, y lo que a partir de esa conceptualización les corresponde a unos y a otras en cuanto a roles y funciones.

En este escenario, la resistencia de las fuerzas conservadoras no es tanto al desempeño de determinadas funciones por parte de las mujeres, como a aceptar que la condición de hombre y de mujer definidas por el machismo no lleva asociada lo que la cultura ha asignado a cada una de ellas, y, por tanto, asumir que la libertad lleva aparejada la igualdad de derechos y deberes, así como de funciones y oportunidades.

Al machismo y a los grupos conservadores no les ha importado en exceso que las mujeres realicen funciones históricamente asignadas a los hombres, para ellos era una especie de concesión que venía a demostrar la bondad y grandeza de los hombres, y la inexistencia de techos y paredes de cristal. Por eso han seguido una estrategia de flexibilización progresiva que les ha permitido mantener la esencia de sus valores, ideas y creencias cambiando sólo el escenario. Una situación que se corresponde con su estrategia clásica de “cambiar para seguir igual”, basada en la incorporación de cambios adaptativos a las nuevas circunstancias, no en la adopción de cambios transformadores para romper con las referencias tradicionales.

Las palabras en la despedida de Cayetana han revelado que el objeto de las fuerzas conservadoras y ultraconservadoras es dar la “batalla cultural” para defender la moral y proteger las identidades tradicionales de los “ataques” del feminismo y de las fuerzas de izquierda. Una estrategia que revela de forma clara sus ideas y el problema que para ellos supone reconocer la pluralidad y diversidad de la sociedad. El resultado es su justificación para utilizar los instrumentos clásicos del poder con el objeto de mantener su modelo, entre ellos la educación, la comunicación, la economía, las normas, el miedo…

Algunas de las claves que da Cayetana Álvarez de Toledo sobre su “batalla cultural” quedan recogidas en los siguientes puntos:

  • La moral de la sociedad es su moral conservadora, la cual se presenta asentada sobre la imposición histórica de sus valores y la negación de cualquier otra alternativa.
  • Las identidades de hombres y mujeres vienen definidas por la cultura patriarcal, la cual impone desde lo más abstracto de los valores y creencias, hasta lo más concreto de las funciones y tiempos a ocupar.
  • El elemento que define lo común es el territorio, equiparando territorialidad con identidad, algo defendido también por otras posiciones de la sociedad y la política construidas sobre los mismos parámetros androcéntricos.
  • Sobre ese marco se establece el reconocimiento social e individual y, por tanto, la aceptación e integración de quienes se ajustan a esas referencias, o el rechazo y crítica de quien no lo haga.
  • Se produce así una conjunción armónica entre lo individual (identidad), lo moral (valores), y lo territorial (España), que se presenta respaldado por el tiempo (historia), para que sea entendido como “orden” y “normalidad”.
  • A partir de esa construcción interesada, puesto que se hace sobre sus valores, ideas y creencias, todo lo que no encaja en el modelo se considera “extraño”, “extranjero”, “impropio”… y se presenta como un ataque o una agresión a todo el sistema, no sólo al elemento puntual afectado. Así, por ejemplo, las medidas contra la violencia de género se consideran contra todos los hombres, los matrimonios entre personas del mismo sexo contra la familia, el aborto contra la vida, la educación en Igualdad contra la cultura…

Y todo ese equipaje no se va con Cayetana, sino que permanece en las maletas de la política conservadora porque forma parte de su esencia, de su fondo de armario; aunque luego tengan que hacer concesiones para evitar el conflicto social que pueda cuestionar o debilitar su poder.

Cayetana Álvarez de Toledo sabe, al igual que los responsables conservadores, que lo que hoy está en cuestión no es la fragmentación de los elementos y sus diferentes consecuencias, sino la cultura patriarcal, androcéntrica y machista que da lugar a todas esas manifestaciones, y a esa forma de hacer valer su moral como “la moral”, y su concepto de identidad como “la identidad válida para toda la sociedad”. La lucha por la “batalla cultural” se está librando porque desde esas posiciones conservadoras se acota y se ponen límites a la Igualdad, y sin Igualdad no puede haber Democracia ni respeto a los Derechos Humanos.

El feminismo va a continuar el trabajo que viene haciendo desde hace siglos, no sólo para conseguir una “Igualdad distributiva”, sino para lograr una cultura asentada sobre la Igualdad y el resto de los Derechos Humanos, no sobre declaraciones amputadas de los mismos.

Por eso están molestos en el partido conservador, porque Cayetana con sus críticas al cese ha revelado la estrategia que van a desarrollar desde la sombra, la cual tiene como objetivos la cultura, la moral y la identidad. ¿O es que alguien cree que van a renunciar a esos elementos?

 

La inviolabilidad de los hombres

En estos días que tanto se habla de “inviolabilidad” conviene hacer una reflexión más amplia sobre su concepto y aplicación práctica.

La idea que otorga al hombre ser el “rey de la creación” no es una metáfora, sino una referencia literal a la realidad de los hombres en su día a día. Se podría haber buscado otra figura, como que el hombre es “la cúspide de la creación”, o “la perfección de la creación” o, por ejemplo, “el ser más completo de la creación”; pero no, han elegido la idea de que “el hombre es el rey de la creación”, y no lo han hecho por un exceso de imaginación, sino bajo la incapacidad de trascender de lo inmediato.

Veamos las razones.

El concepto de “rey” que utilizan en su referencia a la creación se construye sobre una serie de elementos que, a su vez, forman parte de la idea de ser hombre, por lo que la relación entre los dos conceptos forma parte de la esencia de ambos, no de las circunstancias que puedan compartir. Veremos los principales elementos que definen esa idea del hombre como rey, y de rey como hombre. Concretamente, son cinco:

  1. En ambos casos, se trata de un concepto construido sobre la referencia biológica. El rey los es por pertenecer a una determinada familia y línea de sangre, y el hombre simplemente por ser parte de la “familia” de los hombres. Este elemento hace que su valor, el del rey y el del hombre, esté en su condición, no en su capacidad, preparación o formación, que puede ser mejor o peor, pero es algo anecdótico y secundario, porque el hecho de ser rey y el hecho de ser hombre los legitima para asumir los roles, funciones y responsabilidades diseñadas para ellos.
  2. Al tratarse de una construcción sobre la referencia biológica, su condición es heredable a su descendencia biológica y social, puesto que su herencia no sólo es sobre la biología, sino que también incluye a la sociedad que ha creado a través de su obra y su cultura androcéntrica.
  3. Ser rey no es sólo estar en lo más alto de la cúspide, sino tener poder sobre todo lo que forma parte de su reino, de ahí que el hombre-rey disponga de la naturaleza y el planeta en su propio beneficio, como si le pertenecieran sólo a él y a su modelo de sociedad dirigido a la acumulación de poder.
  4. La consecuencia inmediata de esta posición de poder es la existencia de súbditos, es decir, de personas que por su naturaleza y condición quedan relegadas a posiciones inferiores con el objeto de satisfacer las exigencias y demandas del rey, que tiene al resto de la población en esa posición de inferioridad; y del hombre, que tiene a las mujeres como súbditas particulares de su reino social, tanto en lo privado como en lo público.
  5. Y para que el modelo sea estable y sostenible, y no se vea debilitado por la propia dinámica interna y los acontecimientos que se producen como consecuencia de la misma, cuenta con una serie de prerrogativas que van desde la definición de la normalidad, sea nueva, renovada, tradicional o histórica, y todos los silencios y sombras que extiende sobre la realidad, hasta la inviolabilidad práctica del rey-hombre y del hombre-rey. Así, por ejemplo, en la violencia que nace de los elementos de su reinado que determinan la desigualdad para dominar a sus súbditas-mujeres, si ponemos en relación el número de casos de violencia de género que existen, unos 600.000 según la Macroencuesta de 2011, con los casos denunciados y los casos condenados, según los estudios del CGPJ, el número total de condenas respecto al total de casos representa el 5%, lo cual se traduce en una inviolabilidad práctica de los hombres en el ejercicio de sus funciones como tales hombres, según define el marco cultural de su reino androcéntrico.

El problema del machismo no son sus excesos ni sus errores, sino la injusticia esencial que lo define. Una injusticia que parte de la idea de que es la condición de las personas la que define su posición en la sociedad, las funciones que deben desarrollar, y la manera de relacionarse entre sí. Cuanto más elementos se añadan a la condición esencial de “ser hombre” o “ser mujer”, más se asciende en las jerarquías definidas por la propia cultura machista, y más elementos de la cultura se encargan de proteger la posición y las funciones desarrolladas desde ellas. De ese modo, bajo la referencia social y de reconocimiento, un hombre es más que una mujer, un hombre blanco más que un hombre de otro grupo étnico, un hombre heterosexual más que un hombre homosexual o trans, un hombre nacional más que un hombre extranjero… y lo mismo ocurre con las mujeres en sentido contrario. Conforme la combinación de elementos se produce en una misma persona, esa interseccionalidad la asciende o desciende hasta posiciones más altas o más bajas.

Por eso un hombre blanco, heterosexual, nacional, rico… contará para defender lo que haga con una serie de elementos informales, entre ellos la reputación, el reconocimiento, el honor, la credibilidad, las influencias… y con elementos formales, como la mayor capacidad de usar los instrumentos del sistema, desde los elementos jurídicos hasta figuras especialmente definidas para ser aplicadas en determinados espacios, como la inviolabilidad o la inmunidad.

Quien entiende que esos instrumentos formales forman parte de su condición y los hace suyos, no  elementos destinados a evitar que las funciones a desarrollar desde lo común y para la sociedad se vean dificultadas de manera inadecuada, tiende al abuso; porque no sólo se siente superior, sino que se sabe por encima del bien y del mal por los privilegios otorgados a su condición.

“El violador eres tú”

Muchos hombres se indignan ante las críticas a lo que prácticamente sólo hacen los hombres, en cambio no se movilizan para que los hombres que lo llevan a cabo dejen de hacerlo. Así ocurre con las violaciones, cometidas en el 99% de los casos por hombres (US Bureau of Justice Statistics, 1999), y realizadas en el seno de una cultura construida desde el masculino plural del “nosotros”, para defender el posesivo plural masculino de lo “nuestro”.

No tienen problema ni se indignan cuando las afirmaciones no se ajustan a la realidad y presentan los grandes logros, avances y descubrimientos de la sociedad como algo de los hombres, aunque todo el proceso esté lleno de aportaciones y del trabajo de muchas mujeres. Hombre es sinónimo de humanidad y de “ser humano” para lo bueno, integrando en los hombres a todas las mujeres, en cambio, cuando se trata de conductas y acciones negativas, aunque sean realizadas mayoritariamente por hombres, como ocurre con las violaciones en general, o sólo sean realizadas por hombres, como sucede con la violencia de género, entonces una cosa son los hombres y otra “algunos hombres”.

Pero no se trata de un error, sino el reflejo de la capacidad que tiene el machismo de ocultar la responsabilidad colectiva e individual de los hombres por medio de la creación de significados alternativos.  De manera que el modelo social no tiene ningún problema en aceptar “hombres” como genérico para lo bueno, y en rechazarlo para lo negativo. Es como lo del anuncio de TV y admitir “pulpo como animal de compañía”, al final quien tiene el poder es el que decide las normas, de lo contrario no hay partida.

Cuando los hombres critican las leyes contra la violencia de género, reconocen que el origen de esta conducta está en la masculinidad definida por una cultura machista, que crea las referencias para que las mujeres sean consideradas como una posesión más de los hombres, o como objetos que pueden utilizar cuando ellos lo decidan bajo su superior criterio, y consideren que “provocan”, que “quieren decir sí aunque hayan dicho no”, que van buscando a un “hombre de verdad” … Que luego lo hagan o no dependerá de su voluntad, puesto que la cultura no obliga a las conductas, sólo sitúa las referencias desde las se pueden realizar.

Y esos hombres que maltratan, que acosan, abusan, violan y asesinan no son enfermos, ni drogadictos, ni alcohólicos; son hombres normales, tan normales que ni siquiera tras cometer los homicidios y las violaciones son cuestionados como hombres o ciudadanos, siguen siendo el atento vecino, el amigo afable, el honrado trabajador, el buen muchacho… tal y como recogen los testimonios de sus entornos tras los hechos.

Un ejemplo lo tenemos en el caso de Antonia Barra, una joven chilena que sufrió una violación el pasado septiembre (2019), y un mes después se suicidó. La conducta suicida tras las agresiones sexuales está descrita científicamente como una consecuencia del trauma de la violación, y fue puesta de manifiesto, entre otros, en trabajos clásicos como los de Kilpatrick (1985).

Las circunstancias que intervienen en el desarrollo del suicidio tras una violación son de diferente tipo. Entre ellas está el trauma psicológico ocasionado por la agresión sexual, la cultura que culpabiliza a la víctima por algo que ha hecho o ha dejado de hacer, los entornos y la propia familia que con frecuencia se ponen del lado de la culpabilización, aislando mucho más a la víctima, y sobre todo ello, la estrategia del agresor a la hora de desarrollar la defensa de atacar directamente a la víctima y criticar su compartimiento, no sólo ante los hechos, sino de forma generalizada, como también vimos aquí en el caso de “la manada” y en tantos otros.

El caso de Antonia Barra es paradigmático en todos esos elementos, y al margen del trauma por la violación, el miedo que demostró para que sus padres no conocieran lo ocurrido, más el rechazo de su novio, que directamente la insultó cuando le contó lo ocurrido llamándola “repugnante” y “cerda de mierda”, unido a la falta de una atención especializada por parte de la administración, condujo al suicidio en un plazo de tiempo corto, demostrando la intensidad de los elementos que intervinieron y la falta de ayuda.

El agresor, por su parte, ha recibido tal apoyo y sus palabras tal credibilidad, a pesar de las pruebas que ha encontrado la investigación demostrando que miente en algunas de sus manifestaciones públicas, que después de que la justicia acreditara la violación decidió que saliera de prisión y pasara a arresto domiciliario. La Corte de Apelaciones de Temuco tuvo que corregir esa decisión inicial del Tribunal de Garantías, y decretó de nuevo su ingreso en prisión bajo la movilización de las organizaciones feministas, que hoy día actúan como conciencia crítica de una sociedad inconsciente frente a este tipo de violencia.

Y nada de esto es casualidad, cuando el colectivo “Lastesis” dicen “el violador eres tú” no están diciendo que todos los hombres son violadores, como interpreta el machismo paranoide, lo que nos dicen es que el violador es un hombre como tú, como cualquier otro hombre; no un enfermo, ni un psicópata, ni un alcohólico o un drogadicto, como miente el machismo cuando se refiere a los violadores. Pero también nos dicen que sin la complicidad pasiva y silenciosa del resto de los hombres, muchos de los agresores tampoco actuarían de ese modo ni presumirían de haberlo hecho con vídeos y relatos.

El día que los hombres entiendan que lo que caracteriza a un violador, a un maltratador, a un acosador, a un abusador o a un asesino es su voluntad de actuar de ese modo sobre mujeres expuestas por la sociedad machista como una posesión o un objeto, se darán cuenta de lo importante que es dejar atrás esa masculinidad que permite interpretar la realidad desde esa violencia, para luego hacerla normalidad a través de las justificaciones.

Y si no se dan cuenta y abandonan la violencia, se lo recordaremos el resto hasta que la dejen diciendo, entre otras cosas, lo de “el violador eres tú”, “el maltratador eres tú”, “el asesino eres tú”.

“Ideología de género”

Lo de la derecha y la ultraderecha no deja de ser curioso, para ellas la ideología tiene género, las cuotas tienen género, las “denuncias falsas” tienen género, los “chiringuitos de las subvenciones” tienen género, los cuidados tienen género, la incapacidad y la debilidad tienen género… pero “la violencia no tiene género”.

En el fondo, reconocen la existencia de una construcción social y cultural que permite asociar determinados elementos a la idea que se tiene de lo que es un hombre y de lo que es una mujer, y que a partir de esas ideas se definen las funciones, los roles y los espacios propios de hombres y mujeres. Luego todo ello se refuerza con los estereotipos y el control social para que la reputación y el reconocimiento  gestionen los límites para unos y para otras, de manera que todo parezca dentro de la normalidad, aunque la realidad se manifieste a través de la injusticia de la desigualdad, y se traduzca en una sobre-representación de los hombres en los puestos de poder, y de las mujeres en el terreno de lo precario con brechas en el cuerpo y en las relaciones a la hora de disfrutar de sus derechos.

Para el machismo, que los hombres ocupen la mayoría de los puestos en los espacios de toma de decisiones, es Igualdad; que cobren un 20% más que las mujeres el hacer el mismo trabajo básico, es Igualdad; que tengan un 34% más de tiempo libre que las mujeres cada día, es Igualdad; que el modelo de reconocimiento sea el que ellos han impuesto y se centre en lo masculino, es Igualdad… En cambio, que las mujeres y el feminismo cuestionen esa realidad, que critiquen la construcción social que ha dado lugar a ella y la refuerza a diario, y que reivindiquen modificarla para alcanzar la justicia social que la discriminación ha evitado, es desigualdad.

Y no es un error, sino la forma de defender esos privilegios que sitúan lo masculino en el centro, a los hombres decidiendo y al tiempo de su lado. Sin presencia, capacidad, modelo y oportunidad, que es lo que han dejado para las mujeres, nada puede cambiar.

Por ello atacan de forma tan beligerante a la Igualdad y al feminismo, porque su estructura jerarquizada de poder está levantada sobre la injusticia de la desigualdad, y sobre la mentira de lo masculino. Y la única forma de “normalizar” esa construcción social es naturalizarla, es decir, presentarla como una consecuencia del “orden natural”, para que parezca que la decisión viene de manos de una naturaleza que ha hecho a hombres y mujeres diferentes con el objeto de que lleven a cabo funciones distintas, y luego decidir que eso debe traducirse en limitación de derechos y oportunidades.

Para el machismo su forma de construir las relaciones sociales en todos sus espacios, no sólo en lo privado, es lo “natural” y lo “normal”, y presentan ese marco de significado como “neutral”, es decir, sin carga ideológica, sin objetivos definidos, sin defensa de intereses, sin refuerzo de posiciones… A partir de ese planteamiento, todo aquello que lo cuestiona es considerado como un ataque al modelo de convivencia, o sea, a la normalidad, o lo que es lo mismo, al propio orden natural. Y se presenta, no como una crítica al modelo ni a quienes lo hacen posible para mantener sus privilegios, sino a todo el orden dado y a los propios designios de la naturaleza, y de manera indirecta contra el responsable de la misma desde la trascendencia divina, por eso las religiones siempre han jugado un papel fundamental en la defensa del modelo machista, y por ello en la actualidad parte de los ataques contra la Igualdad y el feminismo se hacen desde posiciones religiosas.

Al hablar de “ideología de género” buscan dos objetivos, por un lado, esconder al machismo como una construcción ideológica bajo una aparente “neutralidad”, y así limitarlo a determinadas conductas, cuando en realidad el machismo es esa cultura de “normalidad”. Y por otro, presentar las críticas al machismo como parte de una posición interesada que busca privilegios y “chiringuitos” sobre la destrucción del orden histórico, y de las instituciones y referencias que la sociedad se ha dado: familia, valores, tradición, costumbres, creencias… no como un avance para superar la deuda histórica con los Derechos Humanos, que aún tiene pendiente a la Igualdad.

Quien define su posición ideológica y su acción política sobre un modelo conservador necesita al machismo como esencia y como argumento, por eso no es extraño que, siendo una cuestión cultural, sean los partidos de la derecha y la ultraderecha quienes hacen política con él. Saben que pueden plantear la defensa de la patria con el ejército y de lo comportamientos del día a día con la policía, pero su modelo cultural sólo puede ser defendido por medio de su “ideología de género machista”.

 

La “falta de liderazgo”

El sistema tiene algo de perverso y no está precisamente en sus abusos, sino en la normalidad de un día a día que al final se convierte en el “todos los días”.

Vuelvo a leer un artículo en el que se responsabiliza de la situación de la pandemia en Latinoamérica a la “falta de liderazgo”, lo mismo que se ha dicho en España, o exactamente igual que se argumenta en otras circunstancias cuando se considera que no hay un “hombre de verdad” llevando las riendas de la situación y, sobre todo, el “látigo de las acciones” para que además de ser el líder lo parezca.

Ya se sabe que a la mujer del César se la valora por ese ser “mujer de” y parecerlo, pero se nos olvida que al César también se le valora por serlo y parecerlo. Y todo este juego de imágenes y percepciones es una trampa del sistema parta reforzar sus ideas, valores y modelos sobre los elementos que previamente lo definen, y que reflejan la cultura androcéntrica que los determina, o sea, que están basados en lo que los hombres han considerado que es la forma de actuar. Por eso el “hombre de verdad” lo tiene tan fácil, aunque lo haga mal, y las mujeres lo tienen tan complicado, aunque lo hagan bien.

Este modelo e idea de “liderazgo” es el que permite que líderes como Donald Trump en EE.UU., Jair Bolsonaro en Brasil, o Andrés Manuel López Obrador en México, Vladimir Putin en Rusia… a pesar de su mala gestión, de la distancia tan enorme que mantienen a la realidad, y de la terrible situación de sus países, continúen siendo reconocidos como “líderes”, y mantengan un importante apoyo social gracias a esos comportamientos y actitudes que les hacen  parecer hombres con criterio, determinación y valor. ¿Se imaginan que hubieran sido mujeres las que hubieran tomado esas decisiones? ¿Se las consideraría “lideresas” capaces de enfrentarse a la situación generada por sus propias decisiones?

Y por supuesto que hace falta dirigir y liderar un proyecto con los matices y aportaciones individuales propias de la persona responsable en llevarlo a cabo, pero como continuidad a todo lo que supone el compromiso democrático con quienes lo han situado en esa posición. No entender este compromiso inicial e, incluso, presentar la quiebra con el mismo como un ejemplo de liderazgo, tal y como vemos con frecuencia en los incumplimientos electorales o con la “mentiras piadosas” incluidas en los programas a sabiendas de que no se van a cumplir, es una trampa del propio modelo para que los elementos informales, esos que ejercen el poder a través de las influencias, las reuniones privadas y las condiciones creadas, tengan espacio y puedan imponer aquello que les viene bien a sus intereses particulares.

En una democracia no debe ser el liderazgo el elemento esencial de reconocimiento, este está bien para plantear las propuestas particulares que lleven a culminar el compromiso adquirido, y para tratar de desarrollar las estrategias dirigidas a convencer a la sociedad y a hacerla partícipe del proyecto. Pero no debe entenderse como una cuestión personal, sino como un proyecto amparado por las posiciones ideológicas que representa, y por las formaciones políticas que le dan un sentido histórico mucho más amplio que la visión estrictamente personal.

El modelo basado en las referencias androcéntricas sobre la gestión del poder, hace que dentro de las propias organizaciones políticas suceda lo mismo. La imagen del líder de un partido se levanta sobre la idea de “obediencia” o incluso “sumisión”, hasta el punto de perder, a veces, las referencias sobre el modelo de sociedad que pretende alcanzar el proyecto defendido por el partido, y por el que lleva trabajando muchos años. Al final, cuando prevalece el líder sobre el proyecto, todo queda como una suma de liderazgos individuales que en la práctica revelan una estela en forma de zigzag, más que un avance lineal y decidido. La situación es tan paradójica que puede llevar a que un líder hipoteque en cuatro años toda una posición histórica defendida por el partido que lo sostiene, y por la sociedad que lo ha apoyado a lo largo de todo el tiempo.

Liderar un proyecto no es poner una persona al frente del mismo para que lo cambie cuando decida, sino ser capaz de gestionar la participación y mantener el compromiso a la hora de resolver los problemas que surgen en su desarrollo.

Cuidado cuando nos hablen de “falta de liderazgo” en la política.